Los indocumentados no tienen cara

Los indocumentados no tienen cara

LEO BEATO
Bip.bip..bip…bip. – ¡Quítese los zapatos! Alce las manos bien alto y mantenga los pies separados. Nunca me podía imaginar que iba a ser tratado como un terrorista en mi propio país. -Le dije que se quitara los zapatos- ladró la mujer que parecía vietnamita .Al llegar a la puerta #11 me intercepta un señor con cara de azteca trasnochado.

-¡ Levante las manos! Muéstreme su pasaporte.

-Soy ciudadano! – respondí disgustado.

-Entonces muéstreme su licencia de manejar. De tanto meterla y sacarla se me había arrugado. Mi nerviosismo era tal que de la sorpresa pasé a la ira, de la ira a la estupefacción y de ésta a la sumisión total como los perros de Iván Pavlov.

Llegaron a reducirme al nivel del robot. Al entrar al avión ya me sentía un delincuente.

-¡Quítese los zapatos!- Esta vez fue un soldado con cara de camboyano. Pasó un detector electrónico por todo mi cuerpo, me auscultó como si tuviera Sida mirándome de arriba a abajo, ladró y casi me dio un mordisco.

-¡Sálgase de la fila! La humillación fue completa, definitiva. Los pasajeros me miraban sorprendidos como si fuera un talibán terrorista.

-¡Quítese los zapatos!- ordenó una voz femenina a mis espaldas. Permanecí en atención y descalzo como un presidiario a la entrada de su celda. Por suerte esa mañana me había puesto desodorante hasta en el cerebro previniendo una lobotomía frontal.

-Esta es la tercera vez que me hacen quitar los zapatos. ¿No basta una vez nada más? -Es que lleva herraduras en sus zapatos- repostó la señora fantasma.

Dormí durante todo el vuelo hasta llegar a Atlanta y al trasbordar al avión que me conduciría a Washington no tenía ningunas ganas de despertar.

-Después de esta experiencia de campo de concentración nazi lo pensaré siete veces antes de volver a este país- me susurró al oído, despertándome de mi pesadilla, mi compañero de viaje. Sus palabras me trajeron de nuevo a la cruda realidad post 9/11.

¡Bip-bip-bip! -Quítese los zapatos!- esta vez fue una negra de Atlanta.

-Pero si ya me lo han quitado tres veces y nos encontramos en tránsito hacia Washington.

-Le dije que se quite los zapatos- vociferó la morena con cara de orangután.

Abrí los brazos como un espanta pájaros y, como un corderito camino al matadero, comencé a zafarme los zapatos por cuarta vez consecutiva.

-¡Baje los brazos! Solamente le he pedido los zapatos. Step aside! (¡sálgase de la fila!)

No había dudas de que tenía muy malas pulgas.

-¡Abra su valija! ¡Levante las manos! ¡Separe bien los pies! Al derramar todos mis bártulos en la mesita del gate 37 la mujer vocifera:

-Esas monedas sueltas son las causantes de todo este frisqueo. ¡Entre al avión! Fue como si me hubieran absuelto de la pena capital. Al llegar a mi destino me pareció que era un sobreviviente del archipiélago Gulag. Lo interesante del caso fue que todos los que me trastearon durante las cuatro horas y media que duró la travesía habían sido inmigrantes cuando llegaron por primera vez a este país. Ahora parecían unos extraterrestres profesionales con la excepción de la que dio con el secreto de los bip-bip. Todos los otros habían sido alguna vez ilegales en este gran país de indocumentados.

El viaje de regreso fue otro via-crucis. Bip-bip-bip-bip -¡Quítese los zapatos! ¡Salgase de la fila! ¡Levante las manos! ¡Mantenga los pies separados! Al llegar al aeropuerto de Miami camino a Puerto Plata no pude aguantar más y me acerqué a una agente que nos esperaba al pie del avión.

 Le hablé en creole.

-Cherché tou-temps. purkuà? (Me registran todo el tiempo.¿por qué?) -Ou fas indokumanté (Usted tiene cara de indocumentado)- me contestó la mujer que había nacido en Port’au Prince.

Todos inmigrantes en su propio país.

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