Los Judíos en el Destino de Quisqueya
Las relaciones domínico-haitianas

<STRONG>Los Judíos en el Destino de Quisqueya<BR></STRONG>Las relaciones domínico-haitianas

POR CARLOS ESTEBAN DEIVE
En el análisis de la tesis del intelectual haitiano Jean Ghasmannn, sobre los judíos en el destino de Quisqueya entremos ahora  en el escabroso terreno de las relaciones domínico-haitianas, que tantas controversias han originado entre los historiadores de los dos países. Todavía hoy son objeto de polémicas y prejuicios.

Entiende Ghasmann que la “nueva” constitución haitiana conservó el principio de la indivisibilidad de la isla estipulado en el Tratado de Basilea de 1795. ¿Qué “nueva” constitución es esa? ¿Acaso existió una anterior a la imperial del 28 de mayo de 1805 promulgada en el gobierno de Dessalines? Posiblemente Ghasmann alude a la de 8 de julio de 1801 que Toussant Louverture mandó  redactar a una Asamblea Constituyente compuesta por siete diputados. En ella se expresa que Saint Domingue, incluyendo la parte española e islas adyacentes, forman el territorio de una sola colonia del imperio francés y otorga al líder negro el título de gobernador general vitalicio. Se trata, por tanto, de una Constitución anterior a la fundación del Estado haitiano el 1 de enero de 1804 y que nada tiene que ver con él, además de que en ninguna parte de su texto mencione el principio de indivisibilidad, como tampoco lo nombra el Tratado de Basilea. Este sólo habla de la sesión a Francia de la colonia oriental.

El principio de que la isla es “una e indivisible” data de la Constitución haitiana de 1805, según figura en el artículo decimoquinto, el cual aún no había sido formulado cuando Dessalines fracasó en su empeño de apoderarse de la ciudad de Santo Domingo. La proclama que dirigió a los dominicanos el 8 de mayo expresa su deseo de “reconquistar los límites que la naturaleza y los elementos le asignaron.”

Habrá que esperar dieciseis años para que la idea de la unidad  e indivisibilidad de la isla resurja por segunda vez, pero ahora el argumento esgrimido no se basará en los límites que la madre naturaleza le había concedido graciosamente a Dessalines, sino en razones de geopolítica. El presidente haitiano Jean-Pierre Boyer, en su mensaje al senado de 25 de diciembre de 1821, justificó su decisión de “poner de nuevo bajo la bandera haitiana a sus hermanos” del este en la necesidad de proteger a su país, por lo que la isla debía ser “una e indivisible.” Los habitantes orientales jamás estuvieron amparados por Haití.

Ghasmann sostiene la tesis de que los “patriotas dominicanos” advertidos de los inconvenientes que  representaba la independencia proclamada por Núñez de Cáceres, decidieron elegir una tercera opción más duradera: integrarse a Haití. Esos “patriotas” eran “los hombres más ilustres de la sociedad oriental”, es decir, los judíos criollos, de acuerdo con Ghasmann. Viendo amenazados sus intereses, recurrieron a Boyer para su protección, aliándose con sus congéneres haitianos, miembros asimismo de la elite dirigente.

A fin de apoyar su tesis, Ghasmann trae a colación las famosas cartas firmadas por vecinos y funcionarios de varias poblaciones del este en demanda de que el mandatario haitiano los cobijara a la sombra de su paternal  gobierno. Los autores de esas cartas  eran, dice, judíos sefarditas, como los Núñez, López, García, etc. Gracias a ellos, aclara, el pueblo haitiano queda desvinculado de su responsabilidad en la ocupación efectuada por Boyer en febrero de 1822. Si por el pueblo haitiano entendemos la masa, estoy de acuerdo con Ghasmann, pero como esta nunca tiene vela en ningún entierro, viva donde viva, veamos cuál fue la actitud de Boyer.

El presidente haitiano trabajaba desde hacía tiempo para incorporar Santo Domingo a su país. Desde diciembre de 1820, agentes suyos, como los oficiales Dalmasi y Seri, se desplazaban por Las Matas, San Juan, Azua, Neiba y Santiago agitando a sus moradores con ese propósito y prometiéndoles jugosas ventajas materiales. No son los historiadores dominicanos los que tal cosa afirman. El destacado intelectual haitiano Jean Price-Mars escribió que Boyer, apelando a las armas de los políticos astutos, se relacionó con personas influyentes del otro lado de la frontera y con aquellos cuyas simpatías le eran provechosas, además de enviar emisarios al Cibao con “el fin bien definido de crear el clima favorable al buen éxito de sus proyectos.”

Que Boyer abrigaba desde meses atrás la intención de invadir Santo Domingo lo demuestra con creces el mencionado mensaje de diciembre de 1821 al Senado. En él explicaba que si antes no había intervenido el este era porque había tenido que pacificar ciertas partes del norte, sur y oeste de Haití. Solucionado ese problema, añadió, todo indicaba que ya estaban dadas las condiciones para alcanzar su propósito. Consecuentemente, preguntó al senado qué debía hacer en caso de que los habitantes de Santo Domingo persistieran sordos a la voz de su gobierno. La respuesta a esa pregunta la encontramos en la carta que envió a Núñez de Cáceres el 11 de enero de 1822, en la que, entre otras cosas, le decía que no habría obstáculo capaz de detenerlo. Tenía razón, ya que entró en territorio oriental al frente de un ejército de 11,000 hombres.

En lo concerniente a las tan mentadas cartas de adhesión a Haití, y que, según Ghasmann, eran de judíos sefarditas, no todos sus firmantes pertenecían a la capa más relevante de la sociedad colonial ni recogían el deseo de la mayoría de la gente. El propio Price-Mars  nos lo confirma cuando escribe que sólo se consiguió el consentimiento “de un cierto número de hombres sinceros y reflexivos.” “Cierto número” no es igual a la generalidad de los vecinos de Santo Domingo, ni el reclamo de unos cuentos tiene el carácter de unánime y legal plebiscito.

Una simple ojeada a dichas cartas nos revela que la mayor parte de los apellidos que figuran al pie de ellas eran absolutamente desconocidos fuera de sus respectivas comunidades. Salvo los comandantes de cinco ciudades, el resto se desempeñaba como miembros de las juntas municipales y, en el caso de San Juan, sus suscribientes ni siquiera ostentan una posición o cargo. Por lo demás, habría que averiguar si, ciertamente, los habitantes de esas ciudades y poblados, a cuyo nombre hablaban, manifestaron su aspiración de unirse a Haití.

¿Hubo, como asevera Ghasmann, arreglos previos entre los judíos orientales y occidentales para la reducción de esos llamamientos? A juzgar por las palabras “una sola familia” y “reunión de la familia”, que, según dicho autor, aparecen en varias ocasiones, se diría que sí, sobre todo por el sentido que les da. Pues bien, he leído cuidadosamente las cartas que Ghasmans transcribe y sólo en la de San Juan de 10 de enero de 1822 se halla la expresión “una sola familia”, pero, de atenernos al contexto general de ella, advertiremos que sus firmantes la emplean para decir que, con la incorporación de Haití, los moradores de uno y otro lado de la isla constituirán una única sociedad.

Aparte de las diligencias realizadas por Dalmasí y Seri con el fin de sonsacar a comandantes y funcionarios mediante la oferta de mayores empleos en el gobierno de Boyer, alguien debió ser el que se movió para lograr las cartas. ¿Quién pudo haber sido? José Justo de Silva, un oficial al servicio del gobierno haitiano, escribió a Boyer, el 8 de enero de 1821, que, habiendo este aceptado su propuesta y el comienzo de los trámites que se le encargaron, Su Excelencia leyó “la procuración y las firmas”, de modo que le rendirá cuentas del resultado de su misión. Más claro, el agua. Fue ese personaje el que sugirió a Boyer las cartas, o como dice, las procuró. José Justo de Silva era un soldado de la octava compañía  del tercer batallón del regimiento de milicias de Santo Domingo. Habiendo huido de la justicia luego de ser acusado de un robo, se internó en Haití, obteniendo los favores de Boyer.

Ghasmann tendría que demostrarnos, con pruebas fehacientes, lo que no hace, que el movimiento pro-haitiano  fue obra de judíos orientales y occidentales. Decir que los firmantes de las cartas eran sefarditas porque tenían apellidos como Castro, Tejera, García y otros no es suficiente. Tal como señalamos anteriormente, no todos los que los llevan  son miembros de esa nación. Ese movimiento partió de un sector de la pequeña burguesía y de la clase hatera, pero sobre todo de la población mulata y negra partidaria de la abolición de la esclavitud. Más adelante, las disposiciones contenidas en el Código Rural sancionado por Boyer, la imposición de tributos a los moradores del este para saldar la deuda que tenía con Francia, los repartos de tierras y el deterioro de la economía, todos esos factores se aliaron.

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