DIOGENES CESPEDES
Jean-Ghasmann Bissainte, en su libro “Los judíos en el destino de Quisqueya” plantea implícitamente en la última pregunta (la 15) el problema que el inconsciente dominicano ha creído quizá eludir luego de la emigración programada y forzosa de los dominicanos y dominicanas a los Estados Unidos a partir de la guerra patria de abril de 1965, sobre todo a la ciudad y estado de Nueva York.
Entonces, se preguntaría un sujeto dominicano: Como yo no sabía el impacto que tuvo la inmigración de sefardíes en la isla de Santo Domingo desde la llegada de Colón hasta el día de hoy, ¿ahora tengo que vérmelas en Nueva York con los judíos?
La respuesta es sí, y es de doble vía, ya que también los judíos de Nueva York (propietarios de múltiples medios de producción en los cuales trabajan miles de dominicanas y dominicanos) dependen de esta fuerza de trabajo constituida no solamente por obreros, sino también por técnicos, ingenieros, abogados, jueces, diputados estatales, concejales, profesores de educación básica, media y superior, informáticos, escritores, periodistas y un sinfín de trabajadores gramscianos que han encontrado su modo de vida en aquella urbe controlada y dirigida por los judíos.
Esta es una relación inextricable y dialéctica, puesto que no hay capitalismo sin obreros e intelectuales. Como el comercio y la industria están controlados por los judíos de Nueva York, el resto de los Estados Unidos y del Caribe tienen una relación dialéctica con los comerciantes e industriales, sefardíes o no, que desde el siglo XIX sentaron sus reales en esta isla compartida por la República Dominicana y la República de Haití.
Lo que Bissainthe plantea para el sujeto dominicano que vive en Nueva York y trabaja en los medios de producción propiedad de los judíos vale también para el sujeto dominicano radicado en la isla: “Hasta que los dominicanos no reconozcan lo que son, en término etnorracial, nunca [podrán] articular una verdadera política con el objetivo de aumentar su cuota de poder en los Estados Unidos. No deben rechazar una alianza con los afro americanos y haitianos, tampoco con los puertorriqueños, porque son ellos quienes les han enseñado el camino”. (p. 353)
El autor dice que en los años 1960 cuando la lucha por los derechos civiles, dominicanos y puertorriqueños apoyaron a los afro americanos, pero tan pronto estos consolidaron su poder, abandonaron a su suerte a los hispanos, lo cual les coloca “en desventaja”, a pesar de que cuentan “con generaciones nacidas en los Estados Unidos y con una mayor fuerza poblacional.” (Ibíd.)
Entonces, ¿qué hacer?, es la pregunta que el autor se plantea: “Las relaciones entre los dos grupos (judíos y dominicanos) en New York, a pesar de ser una relación entre patrón y obrero, no es conflictiva y los dominicanos deben capitalizar sobre los aspectos históricos y de identidad para aprender más de los judíos, para emularlos en la creación de asociaciones sólidas, hacer cabildeos, lograr un espacio político amplio e influir directamente sobre el futuro de los Estados Unidos. También deben apoyar a los judíos cuando el viento del antisemitismo sacude las ciudades”. (p. 353-4)
Yo no iría tan lejos como para decir que la relación obrero-patrono no es conflictiva. Es contradictoria desde el punto de vista clasista, pero los sujetos dominicanos deben analizar si se encuentran en una relación de fuerza para imponer sus condiciones. Si no lo están, entonces deben negociar hasta que acumulen suficiente fuerza para lograr resultados beneficiosos a sus intereses. La diáspora dominicana y su líderes deben analizar si les conviene convertir provisionalmente en secundaria esta contradicción principal.
El autor refuta un punto de vista muy común entre los hispanos o los afroamericanos que enfrentan a los judíos y les acusan de racistas: “El judaísmo sigue siendo una religión democrática y los judíos no pueden ser racistas, como muchos lo perciben. Son capitalistas, hombres de negocios que tienen sus propios intereses, que se concentran [en] sus actividades comerciales y de bienes raíces […] su religión, su gente o su tierra”. (p. 354).