Los lemas y la carrera administrativa

Los lemas y la carrera administrativa

El cemento que une los ladrillos de la sociedad es la aceptación de las sentencias de los tribunales y de las leyes. Hablo de una aceptación práctica y no oral. Cuando se generaliza el ejercicio del principio colonial latinoamericano «la voluntad del soberano se acata, pero no se cumple», comienzan a agrietarse los muros de la fábrica social.

Están adelantadas (11 de enero) las gestiones para la aprobación de la Ley de Lemas. Excelente nombre para designar el exceso de banderías de candidatos renuentes a acatar los procedimientos institucionales para unificar el poder político. Pluralidad de candidatos más renuncia principal a someterse a mecanismos estatuarios de solución no negociada de conflictos, es el lema musical de esta deprimente opereta política que se orquesta en el Congreso. Me resulta indigerible, intelectual y moralmente, una Ley que engorda las diferencias y enflaquece las soluciones institucionales, introduciendo una especie de banca consensual de «segundo piso» compra y venta de títulos ya emitidos para malusar un término de la jerga bancaria.

Estoy pues, opuesto a la Ley de Lemas, aunque tenga que acatarla porque responde a la realidad de los partidos del país y al papel del Congreso. Eso sobre el aspecto institucional y político de la Ley.

Me interesa hoy una primera evaluación de los costos económicos de la Ley de Lemas. Para eso tengo que presentar, primero, una visión de lo que para mí es, no de lo que debiera ser, la política, para después explorar el sendero por donde hay que transitar para medir su costo.

[b]1. LA POLÍTICA SEGÚN WEBER[/b]

1.1 La primera pregunta que Weber se plantea es la de la identidad del político. Muchos somos políticos pasivos, generalmente en virtud del simple voto, por aquello de que hay candidatos que pueden beneficiarnos o dañarnos y muchos que previsiblemente no nos afectan. Otros, mucho menos, tienen algún acceso a medios de comunicación social y los usan para tratar de influir en favor o en contra de personas o instituciones. Algunos pocos disfrutan ocasionalmente de la oportunidad de asesorar a políticos en el poder. Aunque es innegable que este grupo de políticos pasivos influyen algunas veces en el uso y la distribución del poder estatal, merecemos todo el calificativo de políticos ocasionales o sea, no profesionales.

El político por excelencia, es el que hace de la actividad política su ocupación principal. En este sentido, es un político profesional, un político activo tiempo completo. Pero en este grupo, esencialmente menor que el de los políticos pasivos, hay que distinguir dos subespecies; la de quienes viven para la política y la de quienes viven de la política.

Para la política califican sólo personas que, o tienen resueltos sus problemas económicos los ricos o ejercen una profesión que les deja tiempo para la política básicamente los abogados y productores agrícolas con bastante tierra y un ritmo relativamente continuo de actividad. La lógica weberiana no exige que estos políticos entren en la política por grandes ideales morales (equidad), nacionales, partidistas, religiosos, cívicos (law and order) o grupales sino que sean sensibles al placer mágico que ofrece la simple posesión del poder que tienen o aspirar lograr sobre otros, y que nutren su autoestima de la conciencia de que su vida tiene sentido en el servicio a una causa. Por supuesto, aún el político que lo es para la política, aspira también a aumentar su bienestar económico. Weber recalca solamente que para vivir para la política, se requiere normalmente ser rico o ser sumamente idealista, lo que es poco común.

El otro tipo de político vive de la política, en el sentido normal de la palabra: hace de ella la fuente de ingresos necesarios para vivir. Así como quienes viven para la política suelen tener en cuenta las posibilidades de mejorar su riqueza, quienes viven de la política, aún cuando ocupen cargos modestos en el partido o en el gobierno, son conscientes de que viven también por una causa.

Resumiendo: los políticos activos tiempo completo, vivan para o de la política, no son meros acumuladores de riqueza (más frecuentemente lo son los no políticos), sino también personas «con causa» y buscadores de poder. La política les da el sentimiento del poder: la suerte de otros depende de ellos y se sienten hilos conductores de causas nobles heredadas de personas y gestas heroicas. Quien carece de estas motivaciones, difícilmente puede poner su voluntad al servicio de causa alguna.

La degeneración de la política se registra cuando los políticos viven «sólo» de la política, sin causa alguna o por puras razones económicas. Obviamente, hay entre nosotros palpable degeneración política. Cuánta habría que medirla: es cuestión de hechos, aunque la imagen generalizada del político tienda a incluir esa patología como algo normal (!).

1.2 La segunda gran pregunta sobre la política es la del origen de la sumisión de muchos a la voluntad de pocos: la de la legitimidad del poder político.

Parece ser que inicialmente la legitimidad del poder político reside en la personalidad carismática. El dirigente carismático es reconocido por sus seguidores como persona llamada al liderazgo, por razones proféticas o por sus éxitos militares. No se le obedece por tradición o por cumplimiento de normas, sino porque sus seguidores creen en él. No es un astro con brillo a corto plazo; es alguien que dedica toda su vida a «su» causa, tiene éxito y por sus cualidades atrae ciegamente a los suyos.

Todo líder carismático necesita, sin embargo, seguidores que administren ciegamente sus recursos y organicen sus seguidores. A la muerte del dirigente carismático, son aquellos quienes, de hecho, pueden mantener el poder por la sencilla razón del carácter individual y privativo del carisma. Poco a poco se organizan reglas para el manejo del poder y el ascenso al mismo. Los seguidores se convierten en especialistas que con o sin mayor fidelidad al nuevo gobernante, pero obediente a la razón de Estado o de partido, se especializan en sus tareas financieras, militares, contables, ingenieriles, publicitarias, organizacionales, etc. Ha nacido el staff administrativo estatal y del partido.

En adelante, quien quiera llegar a la cima del poder tiene que competir y tiene que contar con una organización para reclutar nuevos adeptos, proponer candidatos, formular programas o tácticas electorales y satisfacer demandas de una base socialmente desorganizada. Sin personas dedicadas de por vida a la carrera política, no existen partidos sólidos (seguidores organizados de una «causa») en un sistema democrático. Sin personas consagradas a la carrera administrativa estatal, no hay Estados eficientes.

Curiosamente, ambos «staffs», el partidista y el estatal, buscan fines y usan prácticas diferentes. En última instancia, los cuadros administrativos del partido defienden personas e intereses y se centran apasionadamente en impedir acceso a otros aspirantes a cargos en el Estado. Los cuadros administrativos estatales, sobre todo cuando merecen ser llamados burocráticos, trazan principios técnicos de índole general y los manejan en la misma dirección: para ellos, lo importante no es tanto quién llega al poder, sino cómo llega y si lo maneja según el libro. La administración partidista tiene que existir en medio de profundas y muchas veces apasionadas luchas personales; la administración pública, en el modelo, por supuesto, se desarrolla en torno a principios políticos y administrativos que no hacen distinción de personas y aspiran a preparar decisiones justas encaminadas al bien de la nación y no de su impacto sobre votaciones. Las luchas personales y grupales intrapartido, pueden ser disimuladas al exterior, pero son inevitables. A veces se tornan inmanejables y renuentes a los procedimientos establecidos en tiempos de paz, para la solución de conflictos.

Estas luchas suponen indefectiblemente altos costos económicos de transacción, los incurridos en el manejo del negocio, en este caso de la política. En palabras más asequibles, las luchas partidistas generan ineficiencias adicionales a las propias de la actual administración estatal.

[b]2. LOS COSTOS DEL CONFLICTO DE LA LEY DE LEMAS[/b]

Para fines de un artículo baste indicar dos consecuencias ineludibles de las luchas partidistas resueltas en base a leyes de Lemas: el incremento de los costos electorales y la politización de la burocracia estatal.

Los costos electorales, que tienen que ser financiados por alguien, deben aumentar al prolongarse la campaña tres meses más para varios aspirantes por algunos partidos. No es de creer que varios candidatos más para varios partidos en lugar de uno por partido, tiendan a dejar intacto el costo total de la campaña. Podrá argüirse que a ese costo adicional pueden corresponder como beneficios marginales, una mayor participación de los votantes o una más clara definición de los programas del candidato triunfante. Sin embargo, hay también que tomar en consideración como costo adicional, la disminución correspondiente del consumo y de la inversión, provocada por un menor financiamiento de la actividad específicamente económica durante el período electoral y durante los meses de negociaciones entre el candidato ganador y los derrotados que siguen perteneciendo al mismo rebaño político.

Pero en mi opinión, tomada de un pensador de alto calibre, Schumpeter, el peor efecto económico de toda Ley de Lemas es la mayor «politización» de la carrera administrativa. Todo político en el poder necesita, hoy en día, cuando todos los aspectos de la vida desde el combate al crimen y la pobreza hasta las relaciones comerciales y financieras con un mundo exterior repleto de miembros de asimétrico poder, una asesoría objetiva que le presente alternativas realistas de solución. El gobierno resultante de la aplicación de una Ley de Lemas está obligado a ofrecer sus rivales de partido, en mucho mayor grado que antes por haber disminuido casi seguramente su caudal de votos recibidos, puestos de la administración pública a nivel de toma de decisiones y de posibilidad de nombramientos de sus seguidores. Me resulta difícil creer que el resultado de estas componendas no sea negativo para la calidad de nuestro servicio y que, consiguientemente, no baje la calidad de sus recomendaciones.

Contra este deterioro puede argumentarse que, dada la generalización de negociaciones para designaciones en el tren administrativo estatal entre rivales de partido antes de las elecciones, el efecto adicional de la Ley de Lemas sería simplemente el de canonizar la división ya existente. No lo creo por dos razones: ni los gobernantes renuncian al ejercicio de su poder ni saben siempre quién ganará ni con cuánto, lo que baja la «probabilidad» de acertar en las negociaciones previas a las elecciones. Como dijo Keynes en su polémico estilo, toda probabilidad basada en la ignorancia conduce necesariamente al error.

Económicamente hablando, opino que una Ley de Lemas aumenta lo que parece imposible, pero bien puede serlo: el empeoramiento de nuestra «carrera» administrativa.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas