LOS LETRADOS Y LA NACIÓN DOMINICANA

LOS LETRADOS Y LA NACIÓN DOMINICANA<BR>

El de la nación es un relato construido por los letrados. Aunque se puede materializar en el territorio, distinguir en la lengua, o en la religión y en el origen ético, la nación no tiene una verdadera concreción. Lo que tenemos de ella son los discursos, las fuerzas y los operativos del Estado. El discurso de la nación es múltiple, ni ella tiene esencia ni la unidad la determina.

La Historia como metrarrelato legitimador es un medio del que se vale la construcción nacionalista para reafirmarse, para legitimarse. La nación es una identidad que apela a la unidad, y muchas veces reniega la diversidad que la funda. El nacionalismo, por otra parte, es un discurso sobre la nación y es un accionar de clase, de ideologías y de poder. El nacionalista busca imponer el discurso de la unidad nacional por encima de los valores, de las clases, de los sujetos: el poder del nacionalismo es su propia operación y su deseo de dominio.

            Es por estas razones que el discurso nacionalista es diverso, variopinto y, muchas veces, misántropo. El nacionalismo y la política se encuentran como forma de dominación, de control del Estado, y también de intervención en toda producción simbólica. De ahí que sean la literatura y la Historia dominios letrados donde se despliega la ideología y las operaciones nacionalistas.

            En el caso de la República Dominicana, los discursos sobre la nación son cada vez más dignos de ser estudiados. Mirarlos es viajar en la Historia. El nacionalismo duartista que funda la República en 1844, como separación de Haití, es un proyecto hacia fuera y hacia adentro: hacia afuera para separarse económicamente y políticamente de sus vecinos del Este. Las clases hacendadas y comerciales del lado  oriental aceptaron como un hecho a cumplir la invasión haitiana de 1822, que fue un hecho de fuerza de otra comunidad soñada.

            La acción hacia adentro la realizaba de la pequeña burguesía comercial contra el conservadurismo hatero. Se enfrentaron la modernidad política liberal y el tradicionalismo que no creía en que la media isla se podía mantener independiente sin la protección de una potencia extranjera. A esos era a quienes Duarte llamaba los enemigos de la patria. Fue también el Padre de la Patria,  el demócrata más radical. No realizó acciones contra Haití por razones de raza, lengua o religión, sino por el convencimiento de que Haití era una nación y la República  que el fundara era otra. No veía posibilidad de fusión entre ambas.

            Por eso entendemos que Duarte es el fundador del nacionalismo dominicano. El primer nacionalismo, que no tenía como esencia ni la lengua ni la raza, sí la religión católica. Pues esta ya estaba en el juramento de los trinitarios. Todo nacionalismo antiimperialista y separatista con Haití es duartiano y fundacional.

            Luego de la independencia se fue acumulando otro nacionalismo dominicano que funda la idea de la República en contraposición de Haití y, a mi manera de ver, con un componente de diferencia racial y lingüística. Quien mejor perfila estas ideas es José Gabriel García. El llamado padre de la Historia recoge el culturalismo de su época para agregar al nacionalismo dominicano unas esencias problemáticas: la lengua y la raza.

            García fue de los que apoyaron la anexión y a Pedro Santana, como una forma de conservación por parte de la clase hatera del poder del Estado, mediatizado por la presencia española. Fue el intento de conservar un poder desde una posición servil. García atacó a los héroes que se levantaron en el Cercado contra el dominio de España y los acusó de agentes haitianos. El nacionalismo que se destila en la historia de García se instaura como un nacionalismo defensivo, racialista, hispanista y católico. La lengua, la raza, y el origen hispánico comienzan a funcionar como esencia de la nación dominicana.

            El problema es que esas construcciones  invisibilizan la diversidad cultural, étnica, racial y religiosa en que se desarrolla en su carácter de comunidad mestiza la dominicanidad  como relato diverso. Declara falsamente un país blanco y los eufemismos parece llevar el vacío de la realidad: somos una comunidad mulata, pero nos llamamos blancos, “indios” o trigueños. El racialismo nos lleva al prejuicio de creernos lo que no somos, al bovarismo.

            El nacionalismo de Américo Lugo en la coyuntura de 1916, como reacción a la intervención estadounidense, era un nacionalismo como el de Duarte. De esta suerte era del de García Godoy, pero ya en este último el racialismo que propaló García había adquirido  el biologicismo positivista de  H. Spencer, de que el negro era una raza inferior y poco había aportado a la construcción de la nación. Para Américo Lugo, los dominicanos eran parte de una nación de tradición hispánica y retoma el arielismo que antepone las fuerzas de Ariel a la de Calibán, como una lucha entre los anglosajones y los latinos.

            Ese discurso es débil, ayudaba a plantear una diferenciación entre los invasores y los dominicanos. Y es problemático porque las clases dominantes tomarían el hispánico como una forma de separación de las élites con el pueblo negro y mulato. Y convertirá a Haití como el otro “negro” y hará invisible a los negros, a la negritud y a las tradiciones dominicanas de origen africano.

            Al final de su vida, Manuel Arturo Peña Batlle le da un vuelco al nacionalismo dominicano, él había tomado el nacionalismo fundacional de Duarte en la coyuntura de 1916-1924 como lo hizo Lugo y más tarde pasó a convertirse en un experto en temas de la frontera y estudia el origen de Haití  en la isla de la Tortuga. También intenta estudiar el Estado haitiano en un libro inconcluso. Peña Batlle es parte del despliegue nacionalista que busca aminorar la presión contra Trujillo por “el exabrupto” de la masacre de 1937. Como defensor del trujillismo, toma todo el referente cultural para construir otro nacionalismo defensivo, esta vez, no contra las invasiones militares haitianas, sino contra la penetración pacífica de braceros.

            La carta a Mañach y  la visita de Trujillo a España potencializan y describen esta deriva nacionalista que une territorio, lengua, raza y pasado hispánico como esencia de la nación y designa al haitiano individual y al Estado haitiano como enemigos de la patria. De ese discurso, que se construye con Peña Batlle como figura revisora más importante, viene el de Balaguer (La isla al revés) y el de Luis Julián Pérez, así como otras revisiones más actuales.

            La nación necesita de intelectuales que sirvan como pitonisas, voces agoreras, filtros ideológicos, reformulaciones de despliegues políticos en los que las clases dominantes manejen sus intereses frente al Estado haitiano. Las apelaciones al pasado, a la raza, a la religión y a la lengua son discursos de oposición, formas de dominio en que las élites políticas buscan reforzar su poder. El problema de ese discurso es que se quiere vender como unitario, verdadero, como parte de la construcción de una comunidad soñada que es, en verdad, muy diversa.

            Frente a un Estado  que hace de su desorden la manera más conveniente para su operación, es el intelectual quien llena con su discurso el vacío del nacionalismo de Estado.

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