Los límites de la libertad

Los límites de la libertad

Hace más de un año, en un artículo con igual título, comentaba que en los últimos años ha ocurrido cierta degradación progresiva y preocupante en la manera en que muchos de los mejores periodistas ejercen el oficio. Por ejemplo, un líder en audiencia en la radio frecuentemente insulta a entrevistados y colegas calificándolos de “coprófagos” –empleando el sinónimo más vulgar- y estos reaccionan con risas, celebrándole la ocurrencia.

Recordé este asunto porque ayer jueves 6 de octubre iba por la mañana junto con mi mamá rumbo a una cita médica, y cometí el error de dejar el radio sintonizado en una emisora cuya estrella mediática rastrilló más de una docena de voces soeces e impublicables, en menos de 30 segundos, ocasionándole un enorme susto a mi pobre mamá.

El buen o mal gusto del público es un asunto peliagudo y difícil de tratar puesto que es un hecho que el morbo vende. Individualmente cada lector u oyente se precia de decente pero cuando su identidad se disuelve entre la masa las más bajas pasiones afloran, como si la multitud pudiera disolver su deletéreo efecto. A veces la opinión pública se torna una turba (en acepción tanto gala como latina). 

Este ambiente es empeorado por la propensión de ciertos políticos a la hipérbole. Por ejemplo, recientemente una de las principales dirigentes del PRD dijo en un programa de televisión que ya he dejado de producir, que “el 90 por ciento de lo que dice el Presidente Fernández es mentira”. Y lo reiteró como si fuese un hecho demostrable y no una equivocada opinión.

Y así ocurren toda clase de situaciones insólitas, como por ejemplo que el principal ejecutivo periodístico de uno de los principales diarios sea, aparte de empleado de ese medio, dueño de una agencia de relaciones públicas, y use el medio que dirige para ensalzar a sus propios clientes y denostar a sus competidores, traicionando no sólo a los lectores sino a su empleador.

Y esa clase de notoria inconducta pasa como si nada, pues buena parte de quienes deberían ejercer un liderazgo moral para condenar esas aberrantes desviaciones deontológicas prefieren asociarse a ellas, santificándolas a cambio de compartir el poder mediático tan malamente ejercido.

Quizás culpables somos todos, pues por demasiado tiempo hemos aceptado que desde el púlpito del periodismo prediquen enanos morales vestidos apenas con pañales sucios.

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