Los malos

Los malos

La plaza pública de la capital acogió la indignación tardía de una juventud que expuso su creatividad a los cuatro vientos. Luego de aparcar sus descapotables, apagar sus Harley Davidson y proteger sus Vespa, gritaba “devuélvanme mis chelitos”. Esa juventud enardecida, llena de consignas, pañoletas, pancartas, dueña de las redes sociales, ejercía el derecho a ocupar unas cuadras de la ciudad, después del resultado de las elecciones celebradas en mayo. Cuando les urgió sumar adeptos a la protesta, incluir otros actores sociales, se produjo una mezcolanza atroz.

Hubo suma de antiguos deshechos. La heterogeneidad fue lejos. Afloró el prodigio ético vernáculo. Ese que no resiste separación ni cree en límites cuando la conveniencia pauta. Ajeno al pacto o al acuerdo, a la convención que permite más que la gobernanza y exige aportes, sacrificios, restas, sinceridad y proyectos.

Se repite la historia. Cada época elige a sus malos, pero cuando conviene arregla el prontuario. ¿A quién creer entonces? La selección va más allá del maniqueísmo tan propio de la emocionalidad criolla que impide contexto e ignora justificaciones. Para pertenecer a la galería de malos es necesario que los proponentes repitan las tachas del indigno en los corrillos públicos y privados. Y los agravios, constantes, acompañen su nombre como un mantra. Y bis. Y más bis. Empero, la solicitud del detalle, atasca. De tanto repetir el estribillo, olvidan las causas. Ladrón! ¿Qué robó? El titubeo es respuesta.

La deshonra de algunos se divulga desde el parvulario, aunque la especie desmienta la historiografía. Elegir a los malos, gracias a un sistema acomodaticio, favorece a muchos. Peor, entorpece los procesos necesarios para establecer la realidad. Las explicaciones no son suficientes. Menos las pruebas. La minoría que decide, difunde ideas, crea y destruye, propala su lista de malquerencia y es muy difícil zafarse. Sólo un acto de conversión, más cerca de la genuflexión y del oportunismo que de la racionalidad, logra la aceptación. Aprobación divorciada del perdón o del esclarecimiento. Ata. Esa aceptación compromete.

Es el contraste, el equilibrio para mantener la impunidad y la indolencia. Todo se negocia, sin embargo, cada época, cada grupo, selecciona un malo, para que la regla tenga su excepción. La categoría se obtiene sin tribunal, por eso la sentencia será el rumor, la imputación graciosa, la distorsión de acontecimientos.

Cuando deciden abrir las puertas a los proscritos y admitirlos en sus cenáculos, sitiados por una ética acomodaticia, comienza la campaña para convencer a los demás de la bondad del malo. Es el manejo perverso de la gleba y de advenedizos que anhelan pitanza en el festín. Complicidad sin tropiezos para persuadir a la mayoría de las cualidades del antiguo réprobo. Consiguen lo apetecido a fuer de repeticiones. Ocurre desde La Trinitaria hasta hoy y seguirá mañana. Atiborran a los incrédulos de las virtudes descubiertas. El espía y delator de izquierdistas, durante la ominosa temporada de la represión, de la violencia de estado sin compasión, se convierte en aliado. El origen de su fortuna, la catadura de sus infracciones, las artimañas para extorsionar, son deslices. Deja de ser malo por arte de magia y se suma y grita contra los nuevos malos. La percepción cambia. Es el caso, mil veces citado, de “Le Moniteur”, cuando Napoleón escapó de su confinamiento en la isla de Elba. El periódico de la revolución francesa y después medio de comunicación al servicio de Bonaparte, transformaba la esencia de sus titulares mientras más cerca de París estaba “el corso”. Muchos pensaban que jamás recuperaría su territorio.

“El Monstruo se escapó de su destierro”. “El Tirano está ahora en Lyon. “Cunde el temor en las calles por su aparición”. “El Usurpador está a 60 horas de la capital”. “Napoleón llegará a los muros de París mañana”. “El Emperador está en Fontainebleau”. “Su Majestad, “El Emperador” llegó a las Tullerias. ¡Viva el Imperio!”

Aquí, saber quién es “el malo” de estación, ayuda a sobrevivir.

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