Los mercados, la derrota arancelaria del Trumpismo y el Nuevo Orden Mundial

 Los mercados, la derrota arancelaria del Trumpismo y el Nuevo Orden Mundial

Julio E. Diaz Sosa

Sin duda, los mercados financieros infligieron un “knockout” técnico al trumpismo en el primer asalto de la guerra comercial, obligándolo a sentarse en la mesa de negociación con China y sin lograr su cometido de “hacer grande a América otra vez”. Durante el primer trimestre del año, la economía china creció un 5.4 % interanual, a pesar de los efectos de la guerra comercial, mientras que la economía estadounidense se contrajo un 0.3 %. Asimismo, en abril, las exportaciones chinas aumentaron un 8.1 % interanual, a pesar de los aranceles del 145 % impuestos por la administración del presidente Trump. Este crecimiento se debió a diversos factores: a) triangulación comercial a través de Vietnam y Malasia; b) producción “offshore” en países con aranceles más bajos; c) devaluación inducida del yuan para abaratar exportaciones; y d) redireccionamiento de las rutas comerciales hacia países del Acuerdo Asia-Pacífico y América Latina.

Uno de los factores que contribuyó al enorme déficit comercial de US$163,500 millones que experimentaron los Estados Unidos en el primer trimestre de 2025 fue el aumento masivo de importaciones por parte de empresas que buscaban anticiparse a los efectos de los aranceles. Por otro lado, mientras que las exportaciones chinas a EE. UU. han caído a menos del 3 % del PIB chino, la exposición de Wall Street a China ha aumentado de manera sostenida.

Actualmente, más del 7 % de los ingresos del S&P 500 provienen de China. Sabemos que el apalancamiento operativo promedio de las empresas del índice SPY es de 2, lo que implica que aproximadamente el 14 % de las ganancias por acción (EPS) del mercado bursátil estadounidense proviene del gigante asiático. Esto explica, al menos en parte, por qué la desescalada de la guerra comercial entre China y EE. UU. ha generado un fuerte repunte en los precios de las acciones. EE. UU. llegó a la mesa de negociaciones en Suiza con una economía debilitada y en pánico, mientras que China lo hizo con una economía en crecimiento y aparentemente inmune a los embates del conflicto comercial global.

La reciente reducción temporal de los aranceles, del 145 % al 30 % por 90 días, representa un paso significativo hacia la normalización de las relaciones bilaterales. Esta medida podría reactivar parcialmente el comercio entre ambas potencias. Sin embargo, la incertidumbre persiste respecto al curso que tomarán los aranceles al finalizar la suspensión: no está claro si se consolidará una reducción permanente o si se restablecerán las tarifas elevadas.

Los efectos disruptivos de la política comercial ya son palpables. El informe de abril del Institute for Supply Management (ISM) para el sector manufacturero evidenció el impacto negativo de los aranceles: el alza en los precios de los insumos provocó una contracción de la producción por segundo mes consecutivo, luego de una breve recuperación a comienzos del año. Cabe destacar que todas las empresas encuestadas señalaron los aranceles como un factor adverso relevante.

Frente a este panorama, diversas firmas han comenzado a implementar mecanismos de evasión, tanto legales como ilegales. Se ha observado un aumento en actividades de contrabando, fenómeno que remite a episodios históricos como los de la Gilded Age, cuando EE. UU. dependía casi exclusivamente de los aranceles como fuente de ingresos fiscales. Un patrón similar se evidenció tras la Ley de Aranceles Smoot-Hawley de 1930.

Uno de los principales factores que llevó a Estados Unidos a negociar, más allá de la volatilidad de los mercados y la incertidumbre global, fue el poder del dólar como divisa de reserva mundial. EE. UU. aún domina la dolarización financiera. Según el Banco de Pagos Internacionales, cerca del 90 % de las transacciones globales de divisas se realizan en dólares. De acuerdo con la Reserva Federal de Nueva York, en 2023, el 58 % de las transacciones financieras internacionales se efectuaron en dólares, frente al 63 % en 2014. Este dominio confirma que el mercado bursátil estadounidense es el más líquido del mundo, y que resulta improbable que el dólar pierda su hegemonía salvo que EE. UU. desmantele su propio capitalismo financiarizado, base de su primacía económica global.

El Departamento del Tesoro bajo la administración Trump —una de las voces más sensatas del equipo económico— entiende que el sistema financiero mundial se sustenta en la estabilidad del dólar y en el gran déficit comercial de EE. UU. En esencia, el país exporta estabilidad monetaria a cambio de bienes y servicios más baratos, lo cual eleva el bienestar de sus ciudadanos. A cambio, las principales economías exportadoras reciben una moneda más sólida que la propia. Piénsese, por ejemplo, en el yuan, cuya estabilidad depende de la profundidad de los mercados de liquidez en dólares. Esta dependencia refuerza la hegemonía del dólar.

Una guerra comercial global no es el camino para que EE. UU. contenga el ascenso de China. De hecho, podría precipitar la pérdida de la hegemonía del dólar, esencial para financiar la innovación tecnológica —especialmente en inteligencia artificial generativa (IAG)— y mantener su liderazgo económico. El primer paso debe ser geopolítico: erosionar la alianza sino-rusa, crucial en la reconfiguración del orden mundial impulsado por la IAG. China posee las mayores reservas de tierras raras del mundo (44 millones de toneladas); Rusia, aunque con menos (3.8 millones), cuenta con un ecosistema tecnológico altamente especializado, especialmente en ciberseguridad.

A nivel estatal, estas capacidades implican ventajas estratégicas. Los países que lideren el desarrollo de la IAG dominarán economías más eficientes, fuerzas armadas más capaces y mayor influencia global. La IAG no es solo una carrera tecnológica, sino un motor estructural en la redistribución del poder mundial.

Actualmente, China supera a EE. UU. en 37 de 44 áreas tecnológicas críticas. Esto se debe a su apuesta estratégica por la IA, articulada en el Plan de Desarrollo de Nueva Generación de IA (2017), con el que aspira a liderar la innovación global en este campo hacia 2030. Sus fortalezas: datos masivos, centralización política y creciente inversión en semiconductores y supercomputación. No obstante, su modelo tiene puntos débiles: hardware avanzado, modelos fundacionales y la apertura necesaria para la innovación de frontera.

Por el contrario, el ecosistema descentralizado de innovación en EE. UU.—antes visto como debilidad—se revela ahora como ventaja frente al autoritarismo. Mientras China escala su IA en el plano doméstico, EE. UU. puede moldear normas y estándares internacionales mediante sus alianzas y liderazgo multilateral.

Para liderar la era de la IAG, EE. UU. debe articular una estrategia basada en dos pilares: renovación interna y cooperación internacional.

  • Invertir en I+D de frontera: investigación básica en IA, computación cuántica y chips de nueva generación.
  • Asegurar cadenas de suministro: fortalecer la producción de semiconductores, en casa y con aliados (Taiwán, Corea del Sur, Japón).
  • Forjar alianzas digitales: una “OTAN de la IA” entre democracias para coordinar políticas de gobernanza, ciberseguridad y estándares.
  • Regular con responsabilidad: marcos normativos flexibles pero vinculantes, que equilibren innovación con control de riesgos.
  • Superar, no solo contener: construir un ecosistema de IA atractivo, donde el talento prospere, los emprendedores innoven y los usuarios confíen.


En conclusión, la inteligencia artificial generativa será una fuerza central del orden mundial del siglo XXI. Aunque el modelo centralizado chino brinda velocidad y escala, Estados Unidos aún lidera en creatividad, apertura y capacidad de coordinación global. El reto no es solo tecnológico, sino también institucional e ideológico. Si EE. UU. orienta su innovación hacia una estrategia global basada en valores y alianzas, podrá no solo contrarrestar el avance chino, sino también dar forma a un orden internacional más abierto, humano y pacífico. Si EE. UU. quiere dominar el siglo XXI, este debe ser su enfoque, no la implementación de prácticas arancelarias propias del siglo XIV.

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