Los micrófonos de Hipólito

Los micrófonos de Hipólito

PEDRO GIL ITURBIDES
Cuando leí que Hipólito Mejía descubrió unos micrófonos subrepticiamente instalados en su casa, no pude menos que lamentar cómo perdemos el tiempo. Y el dinero. Porque si hay alguien que por ser orgullosamente atípico expresa todo cuanto no debe decir, es Hipólito Mejía. ¿Para qué, pues, colocar micrófonos en su vivienda, si con sólo con quitarle el seguro él nos dice a la hora en que San Pedro acude al baño?

Poco antes de los comicios del año 2000 se le hizo un reportaje de televisión. Doña Rosa Gómez, su abnegada esposa, fue entrevistada como parte de la presentación del personaje. La entrevistadora, Nuria Piera, hizo una pregunta a doña Rosa, por cuya respuesta debió el electorado tener una idea de la administración que sobrevendría.

¿Qué encuentra de malo en su marido?

Y con enorme franqueza, naturalidad y desenfado, la esposa respondió: ¡Que habla mucho, Hipólito habla demasiado! ¡No hay manera de callarlo cuando comienza a hablar!

Y en los cuatro años siguientes, pudimos constatarlo. ¡Doña Rosa tenía la razón y no cabe la menor duda de que todavía hoy tiene la razón! A Hipólito no hay que acecharlo ni con micrófonos ocultos ni con teléfonos enganchados.

Hipólito desparrama lo que le llega a su sistema fonético aunque no haya interconectado este sistema con las potencias del alma.

Lo conocí muchacho en el Instituto Politécnico Loyola, lleno de la expansividad que es propia de todo ser hiperactivo. Aunque en cursos diferentes, lo veía trascender su propio espacio en las horas intermedias entre las lecciones matutinas y vespertinas. El inmenso patio de aquél magnífico y recordado colegio era insignificante predio para sus impulsivas manifestaciones. Más tarde, vinculados por vivencias ideológicas, nos dio la sensación del hombre al que las pausas naturales de la vida lo habían alcanzado. Mas no por ello dejó de ser el joven francote que habíamos conocido púber.

Hipólito no cree en aquella sentencia a la que se aferró el Presidente Joaquín Balaguer. Según ésta, todo ser humano es esclavo de su palabra y amo de su silencio. ¿Para qué callar si tengo ganas de decir?, es la consigna hipolitiana. Y es por ello que cualquiera que le espíe las llamadas telefónicas o plante micrófonos en su vivienda, pierde el tiempo y pierde el dinero. Con Hipólito el espionaje resulta menos complicado, y evidentemente más barato. A él no hay más que abordarlo y preguntarle qué pretende hacer o decir en los próximos cinco minutos, para que nos hable de lo que hará en las siguientes veinticuatro horas.

Cabe pues que se aproveche la denuncia que hace sobre el descubrimiento de estos micrófonos en su casa, para que nos preguntemos qué logran con ello cuantos cumplen labor de espionaje. No ya con él, de quien podrá saberse sin bregas sobre sus puntos de vista, sino respecto de cualquier persona pública, del mundo político, empresarial o de otra actividad. Porque en un país como el nuestro no hay que recurrir a ingeniosos ardides para adivinar los pasos de nuestro vecino.

Hipólito ha dicho que, a su vez, averigua quién le puso estos micrófonos. Con la típica atipicidad que lo distingue, mandó los micrófonos a California, y espera respuesta. Por tanto, el acechado resultará acechante.

Podemos estar seguros, los que asistimos a este espectáculo y quienes querían espiarlo, que, como en tantos otros asuntos, no tiene buenas pulgas.

Prepárense, por tanto, los que pretenden no perderle ni pie ni pisá, porque él promete pagarles con la misma moneda.

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