Los misterios del carisma

Los misterios del carisma

Una noche cualquiera del mes de diciembre de 1969 conversaba con un amigo, mientras ingeríamos tragos de ron criollo sentados en los taburetes de la barra de un colmado.

-Tengo mala suerte con las mujeres- decía mi acompañante- lo que es algo que me entristece, porque me gustan más que un dulce después del almuerzo; me cabe aquello de que soy dichoso para enamorarme y fatal para que me quieran. Tengo veintiocho años,  vine a tener la primera novia a los veintidós, y desde entonces no he vuelto a levantarme otra; hasta las sirvientas de casa, algunas feas, con moños malos y faltándole algunos dientes delanteros, se han dado el gusto de rechazar mis manoseos y mis invitaciones a juguetear sobre una colchoneta. Una vez pasé una vergüenza del diablazo en un prostíbulo, delante de varios amigos con los que parrandeaba, porque dos de las maripositas noctámbulas del lugar se negaron a irse conmigo a un motel. Con la finalidad de mejorar mi pésimo récord cortejé a dos pantiloconas, y ninguna me hizo caso; lo que más me dolió fue que una de ellas se metió a vivir  poco después con un cojo, que además era medio bizco y gambao.

Consideré que el hombre exageraba, pero todavía hoy sus parientes y amigos afirman que en su libreta sentimental sólo hay dos nombres de mujeres: el de la muchacha que conquistó en su juventud, y el de la mujer con la que lleva más de treinta años de matrimonio.

Lo raro es que ese hombre tiene cerca de seis pies de estatura, piel blanca en un país con carga racista, figura esbelta, y posición económica sólida.

Un monólogo diferente escuché recientemente  de labios de otro amigo cuando nos encontramos en un supermercado.

-No quiero privar en galán de cine, pero tengo pegada con las mujeres; desde que tenía quince años, no recuerdo que haya pasado más de dos meses sin una pareja; y lo mejor del cuento es que he tenido temporadas en que se me juntan dos, y hasta tres pajuilas; por mi vida han pasado mujeres de todos los tipos y clases sociales: feas, bellas, blancas, mulatas, negras, clase media, ricas, en olla. Llevo cuatro matrimonios, y las tres primeras me botaron por mis líos amorosos callejeros.

Por nuestra vieja amistad puedo decir que el hombre se ajustaba a la realidad en su exposición, pese a su escasa estatura, extrema delgadez, y cara pecosa.

Parece que con las féminas, es mejor caer en gracia, que ser buenmozo.

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