LOS OCHENTA AÑOS DE ERNESTO CARDENAL
 «La máxima autoridad siempre debe ser la propia conciencia»

LOS OCHENTA AÑOS DE ERNESTO CARDENAL <BR> «La máxima autoridad siempre debe ser la propia conciencia»

POR GRACIELA AZCÁRATE
La muerte del Papa Woytila, la circulación digital de un denuncia sobre la condena y el posible encarcelamiento del poeta Cardenal y un texto de Diógenes Valdéz sobre el premio Nobel alemán de literatura, Heinrich Boll me trajo a la memoria un afiche que debía andar guardado por algún lugar de casa.

Cuando lo encontré, me remonté veinte años atrás cuando se imprimió para celebrar, en ese entonces, los sesenta años de Ernesto Cardenal. Boll elogió su opción por los pobres, su dedicación a los más escarnecidos y denunció el dedo amenazante de Woytila, en aquel lejano 4 de marzo de 1983. El afiche reproduce un texto de Boll, el altar de la iglesita de Solentiname, en el archipiélago del mismo nombre en el Gran Lago de Nicaragua, donde en la década de los setenta fundó una comunidad de artistas y pintores primitivistas y que fue asolada poco tiempo después por la Guardia Nacional de Somoza.

En la foto aparece Woytila, con un dedo admonitario y en los labios la amenaza de «que arregle sus asuntos con Dios». Detrás del Papa, observa Daniel Ortega y, Ernesto Cardenal, de rodillas y sin su boina negra sonríe angélico ante la amenaza de Karol Woytila.

Veinte después, Ernesto Cardenal, que cumplirá ochenta años el 20 de julio del 2005 ha sido agasajado desde principio de año, de manera unánime por todo el pueblo de Nicaragua. Su otrora compañero de revolución y partido, Daniel Ortega ha orquestado un venganza atroz, apoyando tras bambalinas la demanda de un ciudadano alemán en una asunto pendiente de cuadros primitivistas nicaraguenses vendidos en Alemania que puede llevar a la cárcel al anciano poeta. Venganza contra el cura guerrillero por acusarlo de corrupto y traidor a la revolución sandinista y por el apoyo en las elecciones por la alcadía de Managua a Herty Lewites, también ex-sandinista y encarnizado enemigo de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murrillo.

Al lado de su maestro Thomas Merton vivió la experiencia de una comunidad trapense y tenía 32 años, cuando fue poeta, escultor, licenciado en Filosofía y Letras y después de haber vivido largas temporadas en Nueva York y Europa se abrió a una nueva dimensión de vida. Fue el momento en que renunció al amor erótico y se encaminó a un futuro que reconocía plagado de privaciones. De lo ganado y perdido habla Cardenal a los 74 años, en la primera parte de unas memorias, publicadas por Seix Barral y que ha titulado «Vida perdida».

«El que pierda su vida por mí, la salvará», cuenta San Lucas que dijo Jesucristo.

Su autobiografía enumera una larga lista de privaciones y sacrificios en el camino al misticismo: «La mayor renuncia fue a lo afectivo, a lo erótico, a lo sexual. Hubo otras, pero no tan importantes para mí. Resultó muy doloroso dejar mi país, yo siempre he estado obsesionado por los lagos de Nicaragua y vivir en un monasterio de Estados Unidos me condenaba a no volver a verlos. Pero ya lo he dicho, lo que uno le entrega a Dios, Dios se lo devuelve. Después, y a través de caminos extraños, salí de allí y fundé una pequeña comunidad justamente en un lago de Nicaragua».

Eligió su vuelta a Nicaragua, al frente de una comunidad semicontemplativa, porque la contemplación, afirma no está reñida con el mundo ni con la pobreza.

«Había un monje en Gethsemani, el monasterio trapense en el que ingresé, que decía que Dios nos conserva siempre algún defecto, algún fallo, el que más nos duele, el que más se ve, el más notorio, para salvarnos del orgullo y la vanidad que es lo único que Él no perdona».

Cuando le preguntaron si era vanidoso de su obra, dijo: «No me enorgullezco de mi obra literaria. Quizá de mi vida religiosa. El verdadero orgullo tiene siempre un carácter religioso, como el de los fariseos. Recuerde el Evangelio: «Te agradezco Señor, no parecerme a este pecador». Resulta terrible la vanidad de los eclesiásticos y de los políticos, que viene a ser lo mismo».

Cardenal fue sacerdote y marxista, monje y ministro de Cultura en el Gobierno de Daniel Ortega, uno de los nueve comandantes que el 19 de julio de 1979 tomaron Managua y derrocaron al dictador. Fue sandinista desde los años setenta hasta que abandonó el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)en 1994.

El ex vicepresidente nicaragüense y escritor Sergio Ramírez escribió en «Adios muchachos» que de la revolución sandinista y su Gobierno, que duró hasta la derrota en las elecciones de 1990, sólo se recuerdan los fracasos. La corrupción, la piñata, el enriquecimiento de los revolucionarios, el verticalismo y el caudillismo que tanto denunció Cardenal, el poder mal dirigido, aunque éste fue el único que salió bien parado de aquella «piñata» de la ética y lo moral.

Para él, los principales enemigos de la revolución fueron los mismos dirigentes de la revolución: «(la revolución)» se frustró con la traición de los principales dirigentes a nuestros principios, al sandinismo, al pueblo y al mismo Dios. (…) como otros muchos, me mantuve fiel al Evangelio y también al marxismo.

No todo fue derrota y traición, quedó la Cruzada Nacional que redujo el porcentaje de analfabetos del 58 al 12% y la reforma agraria benefició a más de 200.000 familias, en un país de cuatro millones de habitantes.

Habla de sí mismo en las memorias con mucho sentido del humor. Cuando en una entrevista se lo marcaron dijo: «En realidad esa intención no es nueva, sigo una recomendación de Ezra Pound. No hay mejor humor que el que va contra uno mismo. No me gusta estar presentándome siempre de la mejor manera posible».

Le recordaron, que el Papa le suspendió a divinis en el 85 por su empeño en no abandonar ni el ministerio ni la entonces cada vez más extendida Teología de la Liberación que tanto alarmaba al Vaticano y, que en el 83, Juan Pablo II le amonestó durante su visita a Nicaragua y mientras el todavía ministro de Cultura le escuchaba arrodillado.

Le preguntaron: «¿Resultó muy humillante?

No. En absoluto. La suspensión prohíbe administrar sacramentos. Mi vocación no era ésa, sino predicar el Evangelio.

Pero fue un castigo público…

Obispos y papas metidos en política ha habido siempre. No es ninguna novedad. Pero por primera vez en la Historia asistíamos a una revolución en la que participaban sacerdotes y que nacía del pueblo. Lo considerábamos un deber histórico. Desobedecimos al Vaticano y obedecimos las enseñanzas de Santo Tomás. La máxima autoridad siempre debe ser la propia conciencia. Incluso cuando exista peligro de excomunión».

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