Los palitos «bastardos» del pueblo de Sanchez(y 2)

Los palitos «bastardos» del pueblo de Sanchez(y 2)

POR FERNANDO CASADO
«…and music created out of slips of hard-sounding wood..» (Walton 1810)
(Coopersmith 1949)
Contraviniendo la insinuación de Fernando Ortiz, no le creemos tan perdido como para pretender que lo que vio el señor Walton en 1819 en las calles de Santo Domingo, aunque no hace mención de ello, era una fiesta de Palos o Atabales, porque en ese caso, éste debió describir más de un atabal o palos por su nombre particular, como es de uso, y no simplemente «un tambor» solitario, en lo que luce ser más bien un grupo sonero primitivo.

 Evidentemente y según la descripción de Lizardo, los Palos Catá no podrían ser tocados por grupos en movimiento, sino en posición yacente y fija. Lizardo confirma que Atabal y Palos Catá comprenden una sola unidad de uso complementario y que así deben ser definidos y estudiados:

«Ocasiones en que se toca.-Por ser este un instrumento acompañante que sirve de resonador al Atabal o Palo por decirlo, así, su uso se extenderá al que se haga de los Palos o Atabales y por tanto su estudio deberá hacerse dentro de un contexto más amplio del uso de los Atabales». Lizardo hace honor a la siempre fértil creatividad programática de nuestra gente, sin que ofenda su «indigna» bastardía: «En algunos sitios en vez de palitos, por uso o costumbre o por falta de una manera que resista los golpes sin rojarse se usan piedras para acompañar los Atabales, haciendo éstas las veces de Palos Catá, llevando los toques propios de la región en que se usan». (p.180). Afirma: «Este nombre de «Palo Catá», es muy controversial, pues con ese nombre aparecen otros instrumentos en Haití y en América Latina todos de origen africano, así como hemos encontrado la designación en el África misma, pero sin la descripción, solamente como una simple cita, lo cual nos permite aseverar su origen africano indudable». (p.179).

La referencia que inscribe Fernando Ortiz a continuación tergiversa tendenciosamente la esencia de la información ofrecida en la versión de Coopersmith sobre las claves. En ningún momento la información del señor Coopersmith dice que en Santo Domingo existen dos tipos establecidos de claves: «de los dos tipos de claves, de reales claves, que ahora sí se usan en Santo Domingo» (Ortiz). Coopersmith hace mención circunstancial, a todas luces refiriéndose a una rareza inusual, ni siquiera repetida en algún otro lugar del país, más por deber informativo, hijo de la acuciosidad del investigador minucioso en el detalle, que aunque sin trascendencia, no quiere dejar pasar el dato inadvertido, porque está implícito en ello el síntoma de la curiosidad creativa popular, en cualquier sociedad, probablemente de ocasión y que manifiesta, quizás con ingenua tosquedad, la grande disposición de cambio y búsqueda que ha enfebrecido al hombre desde las primeras edades sobre la tierra, particularmente, al rústico, pero talentoso músico populachero en Santo Domingo: «Un tipo chato de estos palitos, según se observó en Sánchez, se hacía de madera del árbol de cabirma» (Coopersmith).

El sacrilegio de haber construido claves «tipo chato», es menor que el pecado mezquino de no reconocer lo que objetivamente dejó escrita la historia que atestigua Walter Walton, aunque para el bíblico Fernando Ortiz no sean consideradas «conviventes». Su sola palabra y parecer caprichoso no son suficientes para cambiar la historia. Como es notorio y lamentable el señor Ortiz no ofrece citas, referencias ni confirmaciones textuales que avalen sus afirmaciones e informaciones; no ofrece nombres que acrediten la veracidad de sus fuentes de información, ni establece la ubicación cronológica del suceder de los eventos, lo que resta objetividad y credibilidad a su trabajo. Lo convierte en simple opinión subjetiva y vanal, saturada a veces de impregnada emotividad voluntariosa. Su docta palabra, por muy respetada que pueda ser, no ofrece oportunidad a la necesaria confirmación de datos para que tenga validez histórica y científica. Escuchemos esta pretenciosa filípica hacia la creatividad del hombre, más por ser dominicano, que por ser hombre:

«Las referencias que hace Coopersmith de los dos tipos de claves, de reales claves, que ahora sí se usan en Santo Domingo, no son sino tipos «degenerados» de la originaria clave cubana. El uno, tipo cilíndrico, dice ese autor, porque «se hace generalmente de una rama del árbol de guayabo» que no es madera dura, y el otro, tipo chato, según Coopersmith, precisamente por su chatéz, musicalmente bastarda. En Cuba nunca se vio un clave chata. Es la típica forma cilíndrica la que produce la percusión en un solo y reducido punto, de donde brota la legítima nota de la clave como gota límpida y cristalina de música». (Fernando Ortiz, «Las Claves», p.30).

Escuchemos el párrafo del señor Coopersmith a que Fernando Ortiz hace referencia:

«Los patios o claves, como se les llama en todas las Antillas, son dos palitos redondos de madera dura, generalmente Lignumvitae (guayacán), que se golpean uno contra el otro. Uno se sostiene con soltura en la palma de la mano izquierda, marcando el compás sobre él con el otro sujeto en la mano derecha. Un tipo chato de estos palitos, según se observa en Sánchez, se hacía de madera del árbol de cabirma; el tipo cilíndrico que se encuentra en la República Dominicana se hace generalmente de una rama del árbol de guayabo, aunque se puede usar cualquiera madera dura». (Músic. y Músic. de la Rep. Dom., p.47). La imaginación no es suficiente para entender el calificativo apasionado de «degenerados», por el simple hecho de no ser iguales sino diferentes a la evidentemente tardía clave cubana, negando el permanente proceso de evolución y cambio, la permanente actitud de creatividad pragmática del hombre en su simpleza y pecando en este caso, al hacer alusión a Santo Domingo, de enfrentar la espalda de Democles, persistente y filosa verdad histórica indistructible presente en las referencias testimoniales de Walter Walton y su irritación.

Dejando a un lado el hecho de que la madera usada en la fabricación de las claves tipo chato observadas en el pueblo de Sánchez por Coopersmith era cabirma, cae Ortiz en la ignorancia cuando afirma desaforadamente por el guayabo «no es madera dura». Independientemente de que es extraño que se ignore la dureza y excelente sonoridad del guayabo usado como clave, reproducimos de la Enciclopedia Británica, refiriéndose al guayabo, , lo siguiente: «The hard, dry wood and thin bark prevent cutting and conventional methods of ografting»: «Su dureza, la sequedad de la madera y fina corteza impide el corte y los métodos convencionales de injertación». Sin comentarios. Lizardo nos explica el legendario método de construcción de nuestras prejuiciadas claves:

«Son cilindros de madera de unos 16.5 cms. En la gran mayoría de los casos, uno de los palitos tiene mayor diámetro que el otro, y podría fijarse la diferencia entre ambos en unos 0.5 cms. Para us fabricación se prefiere la madera del árbol llamado Tababo o Tabacuelo (Calliandra haematostoma); pero también se usa la Caoba (Swietenia mahogaoni); el Pino (Pinus occidentalis) y aún la Guayaba (psidium guajava)». («Instr. Music. Folk. Dom.», p.167).

Lamentamos tan morificante y «bastarda» información para el ánimo del señor Ortiz; no obstante y para que el abolengo caribeño no se considere prostituido y denigrado, podríamos, sin ningún rubor, aceptar el pecaso histórico de que en Santo Domingo a diferencia que en Cuba, en un pueblito llamado Sánchez «se vio una clave chata». Sin embargo, como detalle encauzador del auténtico camino de la historia de nuestra cultura musical, en el volumen de marras, escrito con la autoridad de Fradique Lizardo y editado por la Unesco, no menciona, lógicamente, ninguna clave con esas características formando parte de la cultura popular instrumental dominicana. Lizardo, sin que le afrente, nos da la descripción de otros interesantes instrumentos en los que se hace notoria y elocuente la fértil intervención de la fantasía pragmática de la creatividad de nuestros músicos en la búsqueda «pecaminosa» de sonidos diferentes o novedosos, no importa el estigma risible de «degenerados». No sorprende la curiosidad científica de Coopersmith, apena la sapiencia celosa y cubanamente avara del gran investigador que fue Fernando Ortiz.

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