La flexibilidad que la Junta Central Electoral exhibe gestionando mediante diálogo un respeto casi «voluntario» de los partidos a los límites de tiempo que corresponden al proselitismo debería ser aceptada por la opinión pública (y no pasar de ahí) como concesión excepcional porque en ocasiones convendría que determinadas reglas de los procesos electorales sean consensuadas, algo propio de cualquier orden democrático.
Pero debe ser innegociable que en lo adelante el órgano rector de consultas electorales proceda a reservarse la toma final de decisiones que en ejercicio de sus facultades legales correspondan para superar divergencias o enfrentar a alguna, o varias, organizaciones partidarias de esas que pudieran aliarse para embestir en pretensión de que los criterios que esgriman sobre la forma de organizar y desarrollar elecciones sean los que valgan.
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Asiste también a la JCE capacidad para interpretar las leyes que le conciernen si son imprecisos sus mandatos y decidir, para la preservación del principio de autoridad, la forma de aplicarlas. Para ello se le reconoce una absoluta equidistancia de los factores partidarios que fue lograda con una selección de sus miembros que estuvo visiblemente distanciada de sectarismos políticos y en su momento fue acogida por todas las dirigencias que ahora le deben absoluto respeto sin dejar de ser escuchadas.
La institucionalidad de que la democracia dispone incluye un Tribunal Superior Electoral que extiende garantías a todos los participantes.