POR JOSÉ LUIS ALEMÁN SJ
Nos irritamos los economistas con los políticos porque aparentan no saber lo que hacen y a dónde pueden despeñar un país. Los políticos están seguros de que somos nosotros los incapaces. Para los economistas en el aparato burocrático de la administración pública la tensión es extrema y muchas veces a lo más que pueden aspirar es a temperar las consecuencias de decisiones políticas que afectan el proceso económico. Para los economistas de los partidos en el poder, los técnicos son miopes políticos de los que hay que saber coger y dejar so pena de ir para fuera.
Como, además, algunos técnicos del tren gubernamental ocupan los mejores vagones y en pura teoría están en carrera administrativa, o sea tienen derecho a pensión y a otros beneficios colaterales, y a los de los partidos los zarandea el fantasma de un resultado electoral muy influenciado por la opinión pública y los encajonan las directrices del «Comité Central» o como se designe al grupo a cargo de la dirección del partido, la pugna entre economistas burocráticos y partidistas es áspera, aunque soterrada. Luego disfrazada y maliciosa.
Para agravar la situación recordemos que los grupos de interés – empresarios, organizaciones de base, sindicatos… – presionan a los gobiernos y a los partidos para actuar a favor suyo, suponiendo que así se va logrando el bien común, y que de hecho los potenciales demandantes de los servicios de economistas en el futuro están hoy entre bambalinas en el gobierno.
Estas razones, unidas a la discusión del proyecto de ley de primarias, me han estimulado a reflexionar sobre los partidos políticos.
LOS PARTIDOS
Guiado por Weber defino los partidos como asociaciones formadas libremente por personas con voluntad de dominio sobre el Estado para alcanzarlo o para modificarlo mediante procesos de publicidad orientados a captar el voto electoral de los ciudadanos. Esta definición sólo vale para regímenes democráticos.
En regímenes dictatoriales o carismáticos, los partidos son macro organizaciones semiestatales privilegiadas de apoyo y consulta y no opciones de poder dirimibles por elecciones libres entre instituciones no gubernamentales. En un sistema democrático Partido y Gobierno no son idénticos entre sí, aunque obviamente algún partido ejerce el poder estatal sin confundirse con el.
Idealmente los partidos son la expresión continua de preferencias sociales de ciudadanos organizados que buscan satisfacción estatal. Realmente son instrumentos para ganar elecciones con el voto, asegurando la introducción o mantenimiento de políticas favorables a ellos o a grupos de interés y para lograr cargos públicos.
Probablemente la clave para entenderlos mejor -hallar su sentido- se encuentra en aquella minoría relativamente reducidísima que la dirige en la formulación de un ideario o programa, en su propagación a través de asambleas y medios de comunicación, en el diseño y ejecución de alianzas, en la busca de financiamiento y, sobre todo y cada vez más, en la designación de candidatos para cargos electorales. De esta dirigencia, llámese Comité Central, Secretaría Ejecutiva o como se quiera, forma parte una minoría de los políticos activos, los que aspiran a posiciones electivas y viven no sólo para si sino también de la política.
La masa, políticos pasivos que hasta cotizan y votan, siguen más o menos fielmente a los dirigentes del partido o a sus aspirantes. Son la clientela potencial a la que se supone que el Partido vencedor otorgará cargos públicos, aunque generalmente se contenten con la satisfacción moral o emocional de serle fieles. Importa entonces conocer la «clase» o grupo al que mayoritariamente pertenecen. En las ciencias sociales, y la economía y la politología se encuadran en ellas, los actores no son átomos que actúan individual y solitariamente, sino elementos de moléculas más complejas. Una buena parte de las decisiones humanas son más sociales que personales.
Estas «moléculas» muestran diversidad apreciable: unas veces su fuerza centrípeta es de tipo patrimonial (usufructuarios y herederos de tierras, de estatus familiar o abolengo) otras veces de categoría profesional (obreros, empleados públicos, empresarios) y hasta de preferencias ideológicas (defensores del conservadurismo, del liberalismo), religiosas, étnicas y raciales. La naturaleza social de la mayoría dominante en un partido es importante para identificar los intereses primigenios del partido. Por ejemplo, suele decirse que el PRD es un partido del pueblo pobre (populismo), el PLD de clase media, el PRSC de aristócratas y campesinos y que actúan, como sus promotores, dentro de las restricciones forzadas por la coyuntura nacional e internacional. Obviamente se trata de caricaturas pero con apreciable potencial heurístico para la predicción de líneas maestras de acción, si comprendemos la historia y las alianzas impuestas para superar a un enemigo social más peligroso para el grupo que aquel con el que se acuerdan alianzas oportunistas. La clientela, parte de ella, busca y necesita cargos; el partido se los busca o trata de hacerlo; sin ellos se problematiza su voto.
Casi tan importante como la identificación social de la clientela son las fuentes de financiamiento partidista: cuotas de sus miembros, contribuciones de instituciones relativamente neutrales y concedidas a todos y aportes de grupos de interés masivo, particularmente de ciertas agrupaciones empresariales que en un país pequeño como nosotros se reducen a pocas y hasta sólo contadas familias. Como en la teoría del «public choice» o de la elección entre alternativas con peculiares beneficios y desventajas sociales, los grupos políticamente no dominantes, es decir con mínima clientela electoral pero económicamente importantes, tienen que aliarse con los partidos para ampliar o mantener sus conexiones «institucionales». La divisa en la que se miden estas alianzas son aportes financieros y el costo para los partidos es sufrir y aceptar, al menos parcialmente, presiones de sus financiadores.
El problema se agrava con el crecimiento del partido, con los costos de convención de multitudes y de nuevas tecnologías de publicidad, con el de la agresividad de la competencia inter partidista y con el de compra de apoyo de una clientela en situación de desempleo o de bajos ingresos. El partido, los partidos, sufren de hambre aguda y crónica de recursos financieros y socialmente aceptan, a costa de idearios, modificaciones de su función objetiva. Los programas tienden a convertirse en fraseología sin gran impacto sobre el quehacer. La trampa del financiamiento corroe los intereses de la propia clientela; trampas de la Fe, que decía Octavio Paz, comentando a Sor Inés de la Cruz.
Y de allí, perdida la virginidad monetaria, hay sólo un paso al mercado de leyes y cargos. La corrupción pasa de aventura a amorío paralelo estable.
¿Obstáculos para políticas económicas socialmente aceptables?
Sí, evidentemente, lo que no significa insalvables. Mucho más fácil y sobre todo más coherente sería la política económica si la sociedad en conjunto aceptase objetivos comunes y medios para arribar a ellos. Por esos rumbos trilló la economía del bienestar hasta Rawls, el filósofo, y Sen, el Premio Nóbel que se ha convertido en conciencia de los economistas desde fines del siglo XX, o sea desde hace 30 años.
Pero en aquel pasado de elaboración de óptimos deseables la política económica tenía que respetar el bienestar de cada persona mediante el fomento de la competencia perfecta de los mercados, lo que significa destruir fortalezas inexpugnables de carácter oligopólico, o presentar metas y métodos que mereciesen en elecciones libres el voto unánime de todos los interesados como deseaba Arrow, otro eminente economista con inquietudes sociales y dominio despótico de las matemáticas.
Para tranquilidad del sentido común, Arrow desarrolló el teorema de la imposibilidad de una elección unánime por votantes con preferencias distintas y como corolario aceptó a regañadientes que este resultado sólo es posible cuando un «dictador benévolo» (¿?) dicta inapelablemente qué y cómo hacer todo. Es posible que en algunas etapas históricas -cuando la sociedad era regida por el poder coactivo estatal y también por otro moral de tipo religioso intolerante, la Iglesia, en parte de la Edad Media o el Partido, cuando Marx-Engels-Lenin o Stalin señoreaban las Rusias- funcionase aceptablemente tal dictadura. Pero desde que hay libertad de expresión, de creencias y de votaciones, y desde que la economía ha obligado una profunda especialización de tareas, ni esa sabia dictadura concebirse puede.
A lo imposible nadie está obligado: la diversidad de intereses mutuamente encontrados dificulta con y sin partidos una política económica orientada a un bien común que nadie se atreve a definir concretamente.
La economía opta en Hayeck por reducir la acción reguladora y ejecutora del Estado a un mínimo. Incluso la Doctrina Social de la Iglesia subraya cada vez más la importancia de principios formales, no materiales, como la dignidad de la persona, la solidaridad con los menos favorecidos y la subsidiaridad; metas más concretas como el salario familiar y la participación de los empleados en la administración de las empresas son principios prácticos de conducta moral no obligantes en formas definidas.
Resulta entonces comprensible que los partidos con metas programáticas (los socialistas, los social- o democristianos, los liberales y hasta los ambientalistas) se desdibujen aceleradamente. Es comprensible también que el pragmatismo, la toma de decisiones como resultado vectorial de presiones de intereses de todo tipo que minimice el costo electoral y maximice el éxito de los interesados financieros, se deje sentir en todas las instancias políticas, administrativo-ejecutivas y legislativas, cada día más semejantes a mercados walrasianos en los que los precios cambian continuamente en dirección a un equilibrio que garantice un número alto de cargos para la dirigencia y algunos afortunados clientes.
La dificultad no suprime, sin embargo, ni la responsabilidad ni el pragmatismo oportunista.
REGULACIONES
Debemos a Rawls la iluminadora distinción entre ética de las instituciones y ética de las personas. Una institución, por ejemplo una ley o una costumbre adquirida, es éticamente mala cuando facilita u ordena un comportamiento contra el bien moral de las personas (la costumbre militar de la obligación de cumplir órdenes-el holocausto judío o las liquidaciones de comunistas de Chile en tiempos de Pinochet) o de prohibir el ejercicio de derechos humanos -la Inquisición española, la persecución religiosa rusa de Stalin.
Una acción personal es éticamente injusta cuando infringe un derecho natural o quebrante los imperativos categóricos de Kant o del Decálogo, estén o no formulados expresamente.
Los intentos de regulación de los partidos intentan modificar dos tendencias socialmente peligrosas: el dominio de personas o de intereses dentro de un partido en detrimento de lo que desean muchos de sus miembros y el financiamiento foráneo por grupos de intereses. De ninguna manera pretenden estas regulaciones eliminar las debilidades y desvirtuaciones expuestas, sino de disminuirlas por regulación y sanción de dos de sus raíces: la falta de respeto a cada uno de sus miembros y la potencial sujeción a intereses económicos.
Las regulaciones buscan, en primer lugar, la democratización interna mediante elecciones de su dirigencia, una ya añeja ley impuesta por Gladstone en Inglaterra contra la tiranía partidista de D»Israelí en el siglo XIX, y la limitación y transparencia pública de los aportes financieros.
En ambos casos el sentido moral común satisface el fundamento de todo control legal de actividades libres: garantizar la salvaguarda del interés de las personas que se unen en una organización específica, manteniendo su especificidad final y las reglas que estatutariamente regulan su funcionamiento.
Todos caemos en la cuenta de la resistencia a estas regulaciones que ofrecen grupos de poder dominante o cuestionante dentro de cada partido y de intereses operantes tras su camaleónico disfraz partidista.
CONCLUSIONES
Muy ingenuo o mal intencionado es quien afirme que estas regulaciones son eficaces «ex opere», en virtud de sólo la existencia de la ley y de tribunales. No veo forma de negar importancia clave a la conducta ética de cada persona, aún cuando la ley sea, recuerdo a Rawls, éticamente aceptable.
Tampoco diría que de esta manera se eliminará el influjo que los intereses grupales ejercen sobre el proceso de toma de decisiones de política económica y de su ejecución.
Sí espero que la transparencia del origen de ese influjo contribuya estructuralmente a civilizarlo, a hacer menos «wild» (si empleo latinajos no evadiré sajonazos) esta sociedad de nuestros desvelos.