Los peligros que vivió Dyango en RD

Los peligros que vivió Dyango en RD

POR MANUEL EDUARDO SOTO
El cantante español José Romero, mejor conocido por el público por su nombre artístico de Dyango –en homenaje al famoso vaquero de los «espagetti westerns» de la década del 60– es uno de los más reconocidos por su estilo único, calificado como «aguardentoso» por los expertos en los placeres etílicos. Para ellos, su voz contiene una dosis de alcohol que invita a escucharlo con un vaso de aguardiente en la mano.

Sencillo, bonachón y siempre contento, Dyango lleva casi cuatro décadas interpretando temas románticos con el estilo único que le ha ganado un lugar entre los más famosos vocalistas que nos ha dado España, figurando al lado de Julio Iglesias, Raphael y Camilo Sesto, entre otros.

Nada más alejado de la imagen generalizada de un ídolo de la canción, que se caracteriza por ser inalcanzable y vanidoso, Dyango no trata de ocultar su aspecto maduro ni su voluminosa estructura física frente a sus admiradoras, las que no reparan en estos detalles secundarios y se concentran en las canciones que en su voz se transforman en un himno al amor, como el título de una de ellas.

Sabiendo mi afecto por la República Dominicana, Dyango tuvo la gentileza de invitarme en varias ocasiones a que lo acompañara en sus presentaciones en República Dominicana, donde goza de una enorme popularidad, pero le ha dejado peligrosos recuerdos también.

En una de esas ocasiones, a mediados de la década del 90, le acompañé a Santiago de los Caballeros, donde se presentó en el Champions Palace, entonces el primer centro nocturno de espectáculos de la llamada Ciudad Corazón. El programa de viaje contemplaba ese día una actuación en Sábado de Corporán, en Color Visión, y de ahí el traslado correspondiente al aeropuerto de Herrera para abordar una avioneta que nos llevaría a Santiago, donde debía cantar cerca de la medianoche.

Pero su actuación en Sábado de Corporán se retrasó un poco y llegamos al aeropuerto poco después de las 6 de la tarde, cuando se cerraba la terminal aérea.

Pero las gestiones que hizo el empresario encargado de que el artista estuviera en Santiago a tiempo, permitió que el administrador de turno del aeropuerto autorizara la salida de la avioneta, a pesar del peligro que significaba que llegara de noche a su destino. El aterrizaje debía hacerse en el antiguo aeropuerto santiaguero de ese entonces, no en el moderno que existe ahora y que permite la llegada de los más grandes aviones comerciales del mundo a cualquier hora.

A los pocos minutos de alzar vuelo, Dyango y los que lo acompañábamos nos dimos cuenta del error que habíamos cometido al montarnos en la frágil nave aérea a esa hora. La avioneta se movía como coctelera entre las montañas de la cordillera cibaeña y a cada minuto se hacía más difícil la visibilidad al caer el manto de la noche sobre la isla.

El artista estaba aterrorizado por los constantes movimientos de la embarcación, al igual que el resto de los pasajeros, pero después del susto finalmente llegamos sanos y salvos a destino.

Al regreso –esa misma noche– tomamos las precauciones correspondientes y decidimos hacerlo por tierra, junto con los músicos españoles que lo acompañan regularmente en sus giras. Aunque se trataba de un destartalado e incómodo minibús, nos sentíamos más seguros que en la tambaleante avioneta.

En el trayecto, sin embargo, el conductor del vehículo se quedó dormido y casi terminamos en un precipicio. La pronta y oportuna intervención del jefe de la gira –Alberto Romero, hermano de Dyango– impidió que el viaje terminara en tragedia. Alberto tomó el toro por las astas y manejó él mismo el vehículo hasta la capital, donde finalmente pudimos agradecer al todopoderoso por habernos protegido en la accidentada salida.

 

 

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