Los periscopios domésticos

Los periscopios domésticos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
De manos de mis padres recibí, siendo un niño, un paquete cilíndrico de unos tres pies de largo, muy cuidadosamente envuelto, amarrado con cintas rojas y blancas. Era un regalo de cumpleaños. Parecía un bate de béisbol. Pero al abrirlo comprobé decepcionado que se trataba de un periscopio. Consistía el juguete en un tubo de cartón duro, con dos orificios abiertos en los bordes extremos de la superficie del cilindro, en posiciones opuestas.

Dentro del tubo había dos espejos cortados en óvalos, colocados con una inclinación de 45 grados. Mediante ese instrumento óptico un niño podía atisbar por una ventana y saber lo que ocurría dentro de una habitación.

Oculto tras una esquina de la ciudad era posible ver lo que sucedía en una calle perpendicular. Con el periscopio y la ayuda de una linterna de pilas podía explorarse el misterio maloliente de una cloaca de la zona colonial de Santo Domingo. El periscopio es una herramienta de espionaje de fabricación relativamente fácil. Disfruté en grande con ese periscopio primitivo y, algunos meses después, lo dejé arrumbado en un armario.

Los submarinos alemanes que lucharon bajo la superficie de los mares durante la Segunda Guerra Mundial estaban provistos de periscopios móviles mucho más complejos que aquel, sencillísimo, con el que yo me divertía. Estos equipos militares de observación tienen cámaras fotográficas en ambos extremos. La cámara superior devuelve las imágenes, a través de varios prismas, a la cámara inferior, que las hace rebotar en un visor horizontal. Hace muchísimos años fui invitado a visitar el Museo de Ciencia y de Industria de Chicago, una institución maravillosa que estimula en los niños el interés por la ciencia aplicada. En ese museo se exhibe un submarino alemán capturado en la Segunda Guerra  Mundial. Funciona como un incentivo más para que los jóvenes se familiaricen con dispositivos de precisión.

Al oír las detalladas explicaciones de un guía escolar, no logré ocultar mi impaciencia y curiosidad; en un solo impulso nervioso abandoné al cicerone, penetré en el submarino y, bajando la cabeza, fui derecho al lugar donde se almacenan los torpedos. Rodeado de niños por todas partes, un poco avergonzado por mi edad, por mi saco y mi corbata, recorrí el sumergible y esperé a que un jovencito con un gorro de lana se apartara del periscopio; entonces empuñé el manubrio del visor y miré durante largo rato, sintiendo a mis espaldas el reclamo de una turba de muchachos deseosos de despojar a un viejo inoportuno del control del periscopio. Tuve que pedir excusas a los funcionarios del museo por llegar tarde al almuerzo. Argüí que en mi país no teníamos submarinos alemanes y que había envejecido sin conocerlos.

Esas experiencias personales con el uso de periscopios me llevaron a reflexionar acerca del persistente interés de ciertas personas por curiosear en la intimidad de sus vecinos. Hace poco leí que el novelista norteamericano John Updike estaba convencido de que “la literatura de ficción también es un modo de espiar; leemos de la misma manera que miramos a través de las ventanas u oímos chismes, aprendiendo así lo que los demás hacen”. La novela tiene, pues, algo de confidencia. Pero es una confidencia a la que todos los lectores tienen acceso. Hace tres años pasé una tarde entera en un pueblo pequeño de Finlandia llamado Porvoo. En realidad es una aldea pintoresca habitada por artistas. Las tiendas venden artesanías de madera y de cerámica coloreada. Fabrican allí asperísimos jabones y unos cinturones de cuero tan gruesos que parecen cinchas para caballos. Creí que esos burdos objetos tenían relación con caballos y mulos porque cerca del lugar existe una finca dedicada a la crianza de caballos de una variedad alemana llamada Hannover. Los rusos se apoderaron de los  caballos y las vacas de Finlandia “para fines militares”, según explicó una bellísima mujer responsable de esas haras de repoblación caballar, quien también es partera, de yeguas y de mujeres.

Pero lo más notable de Porvoo es que las calles principales están llenas de periscopios domésticos. Al pasar por la calle central del pueblo veo un largo brazo metálico, articulado, que sale de una ventana; en la punta del brazo han montado un espejo que se mueve sobre un engranaje de bolas. El espejo puede cambiarse de posición desde el interior de la vivienda con un cable, que se alarga o encoge por medio de un carrete. El espejo puede ser orientado hacia arriba para alcanzar ventanas más altas y no solo la calle. El espejo remite la imagen a otro espejo instalado en la casa, cerca de donde suele sentarse el dueño del periscopio. Pregunté si había ladrones, osos o lobos, en los alrededores. Nada de eso. Los artistas que se hospedan en Porvoo proceden de Helsinki, Estocolmo, Oslo y otras ciudades escandinavas. Esos artistas tienen costumbres distintas de las de los residentes permanentes de Porvoo. Algunos huéspedes beben aguardiente de uvas o de papas con exceso; se enamoran ruidosa y desfachatadamente al salir de las tabernas a las calles. Los lugareños no se atreven a intervenir en los asuntos privados de turistas cultos que incrementan los ingresos del poblado. Pero pueden espiar y hasta socorrer a los que caen borrachos en las cunetas. Docenas de “periscopios domésticos de extensión regulada” registran todas las noches las vidas y amoríos de pintores y escritores que huyen de las ciudades populosas. Es posible que muy pronto esa colonia de artistas tenga su propia historia novelesca, gracias a las “flores  pedunculadas” de la curiosidad que son los periscopios.

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