POR JOTTIN CURY HIJO
La historia que hace el hombre es una repetición de ambiciones y sucesos, y si en algo varía es en los instrumentos de muerte y de tortura que emplea para conseguir sus propósitos. Los instrumentos son inmutables, y si crueles fueron ayer, crueles siguen siendo hoy. El ser humano, repleto de malicia e hipocresía, no se detiene ante la amenaza de castigos infernales o terrenos.
Leibniz, optimista y generoso, consideró que el nuestro es el mejor de los mundos posibles, porque ha sido creado por Dios, omnipotente y perfecto. Pero la perfectibilidad de este mundo jamás se ha alcanzado por culpa del torvo egoísmo de quienes lo gobiernan.
No hay que internarse en los viejos escenarios de este planeta frenético para encontrar ejemplos de cómo el más fuerte, con la quijada de Caín o sin ella, mata a su hermano. La fuerza reina con la sangre y con la muerte. Los de arriba se complacen en no prescindir de ella, y cuando los de abajo se arriesgan a luchar armados con el Derecho, la victoria de éstos, si llegan obtenerla, es efímera, porque solamente es duradero el triunfo que inspira miedo.
No se dan pugnas limpias ni se encuentran ya soldaditos de plomo con fusiles de juguete; ellos ahora son entrenados para manejar armas inteligentes que brotan del vientre de una tecnología infernal y con las cuales disparan misiles desde aviones supersónicos que convierten en piltrafas a niños y adultos inocentes, víctimas de la ambición bestial que los persigue desde la creación del mundo. Planeta absurdo, incongruente, poblado de asesinos legitimados por constituciones políticas que derrochan millones en bombas asesinas, y acortan o dejan sin recursos a un mundo enfermo, cada vez más sidoso, cuyo deprimente espectáculo lo contemplamos diariamente en Africa, Asia y América Latina.
En alguna parte he leído que la miseria es revolucionaria cuando no rebasa ciertos límites; esa miseria, rebelde, agresiva, no le teme a la muerte y corre el riego de perderlo todo en su lucha por una vida decorosa. Sin embargo, si la empujan más allá de lo adecuado y permanece inmóvil ante el hartazgo de los ricos, sin reaccionar frente a sus propias tripas, sujetas al amargo concierto de sus borborigmos, entonces esa miseria pierde la esperanza de reivindicar su condición humana.
Sin ir más lejos sobre divagaciones abstractas, pero apoyándome en ellas para sacar consecuencias que nos tocan de cerca, se me ocurre preguntar si el pueblo dominicano se halla hoy inmerso en esa miseria claudicante que nada le importa e inclina servilmente la frente ante los vejámenes de quienes dirigen el poder político. Sin remontarme en el tiempo y sin salirme de nuestra minúscula geografía, yo diría que el dominicano de hoy no es el de 1965, no es el que luchó y murió combatiendo sordamente a Trujillo en los años de la dictadura ni el que enfrentó con hidalguía la segunda intervención norteamericana. El de hoy, el que padece hambre, desocupación, desnudez, enfermedades, el que sufre chistes bochornosos de quienes no tienen calidad para burlarse de nadie, el pueblo que ha demostrado siempre poseer turmas de acero, está callado.
La ortodoxia democrática es buena, pero cuando los que deben obedecer al mandante se pasan de la raya, la ortodoxia debe tomarse ciertas permisiones y recordarles a los mandatarios que la ley, a más de norma de conducta, es látigo para de todos los que a ella están sometidos.