Hay gentes que no pueden ir a una marcha porque su condición de existencia no se los permite. Pobreza, ignorancia, distancia, salud, por ejemplo. Otras, no están en condiciones familiares, emocionales, espirituales de movilizarse, inquietarse ni desplazarse por cosa alguna. Tampoco nadie les convenció de para qué sirve una manifestación pública, una protesta civilizada de cualquier especie. Gentes que acaso salen a la puerta a curiosear unas yipetas negras con hombres enfluxados, que dicen serán presidente de la república; a ver si les regalan algo o quizá les escuchen sus quejas, por si fueren gobernantes. De ver tanto esas gentes curiosear la caravana, estos llegan a creerlos seguidores suyos, y a convencerse de que ganarán la anhelada curul.
Muchísimos dominicanos no están en actitud de creerle a político alguno, ni a nadie. Porque nunca vieron algún gobernante darles algo de verdadero valor a los pobres. Aunque, por cierto, hay ahora gentes que por primera vez han sido favorecidos por un bono mensual, un carné de salud o un sueldito a alguno de los suyos, enviados desde Palacio; acaso pensando que otros gobernantes ni siquiera eso les darían.
Las manifestaciones públicas son un fenómeno de clases medias urbanas, de países donde se ha logrado entender que el voto y la opinión ciudadana pueden tener peso en las decisiones de Estado. Por eso, la Marcha Verde es un fenómeno nuevo en nuestro país, auspiciado, mayormente, por personas que están contra la corrupción y la impunidad, el desorden y desplante con que se dispone de los impuestos dolorosamente pagados, que reducen el presupuesto familiar de los de medianos, bajos y bajísimos ingresos.
Desafortunadamente, hay muchas gentes, especialmente jóvenes que, por elección propia o por marginación del sistema, no pertenecen a esta sociedad, y ciertamente tampoco están pensando participar ni quedarse en este país. Jóvenes transnacionalizados, globalizados, “milenials” que suelen no tener lealtad territorial ni histórica de ninguna especie, salvo acaso, algún apego al lugar, la familia, a amigos de juventud, y seguramente al paisaje de esta geografía tan hermosa que Dios nos ha regalado para que la destrocemos y dejemos que inmigrantes, inversores y turistas se la disfruten, se la apropien.
Tampoco van a las marchas individuos muchos que carecen de proyecto de vida, sea familiar, espiritual, laboral; o cívico, simplemente. Hemos puesto poca atención a esa mentalidad de pasatiempo que permea a tantos connaturales de cualquier nivel, que no conectan con ningún proyecto vecinal, comunitario o nacional. Que carecen de propósitos más que los del día a día; no tanto a resultas de una transculturización, o de la marginación social, sino como herencia nefasta de un criollaje para el cual el Estado siempre fue una entidad extraña, ajena, impuesta por el colonizador y su descendencia; para quienes el trabajo y el orden han sido consuetudinariamente imposiciones del patrón; o del ingenio, como decía Mir.
Marchas cívicas, bien llevadas, podrían ser escuela de patria y ciudadanía. Propósito más altos que el de aupar o eternizar a este o al otro en el sillón de Palacio.