Los repatriados, el problema como oportunidad

Los repatriados, el problema como oportunidad

POR CARLOS DORE CABRAL
La preocupación por la violencia en la República Dominicana  crece de manera sostenida y en cierto modo  se constituye en un indicador  del impacto que el fenómeno tiene en la vida pública.

Ya para mediado de la década de 1980, en ámbitos académicos y políticos, cuando se prefiguraba el tipo de sociedad que somos hoy, llamaba mucho la atención la predicción de que nos encontrábamos en un proceso de “puertorriqueñización” de la sociedad dominicana, en oposición a la otra categoría utilizada: la “centroameriquización”.

Esta última se entendía como un tipo de sociedad  donde el  Estado monopolizaba el ejercicio de la violencia pero encontrando una resistencia de magnitud y naturaleza idéntica proveniente de fuerzas políticas impugnadoras. El resultado de ese “Poder Dual” era un equilibrio prolongado que terminaba por permear a la sociedad toda.

En cambio, la puertorriqueñización implicaba un tipo de sociedad igualmente tocada por la violencia como fenómeno público, pero generada desde el interior mismo de la sociedad sin que la confrontación política fuera el detonante o la variable principal que explicara su existencia.

Situados en el 2006, es evidente que el proceso de fortalecimiento de los valores y formas democráticas de convivencia que gradual y lentamente se han instalado en la sociedad dominicana y en el contexto internacional que nos sirve como marco, evitaron que generáramos una forma de Estado que privilegiara la violencia sobre la persuasión para legitimarse.

Sin embargo, el predominio de valores democráticos no ha impedido el crecimiento de la violencia en el país, hasta el punto de convertirse en un problema de orden público y como tal, demandante de políticas que lo enfrente. Lo que vivimos hoy, se parece más a la denominada puertorriqueñización que décadas atrás caracterizábamos: una sociedad con bajos niveles de seguridad ciudadana conviviendo con determinada estabilidad y crecimiento económico sostenido y una democracia electoral con permanencia en el tiempo. A esas características que nos hacen coincidir con el modelo, les agregamos especificidades de nuestra realidad social como la creciente participación de la sociedad civil,  pobreza y desigualdad. Otra característica que por su naturaleza resulta imposible de evadir, es que también pasamos de ser una sociedad predominantemente receptora de mano de obra a ser expulsora, lógicamente sin perder la primera condición. En ese contexto, los flujos migratorios se nos revelan como un fenómeno de doble vía cuya singularidad  nos demanda rigurosidad de análisis, multidisciplinariedad en su abordaje  y voluntad política que le dé sentido.

Estas generalidades no tienen más valor que el de situar adecuadamente la rica experiencia que tendremos en este diálogo. Para la Fundación Global, Democracia y Desarrollo es de suma  importancia  lo que en esta mañana iniciaremos. Lo es porque entre otras razones, el tema que hoy nos ocupa es una demanda de la sociedad que se moviliza y pide respuestas a un problema. No es un ejercicio académico que independientemente de su trascendencia, podría faltarle una conexión  directa y temporal con la conciencia colectiva de su necesidad, como es la norma. En este caso, la vida exige que se le aprehenda en su esencialidad, la sociedad quiere pensarse a sí misma a través de sus intelectuales, estableciendo un diálogo de cuyo resultado final se espera el diseño de una estrategia  y políticas públicas que aseguren un entorno de bienestar y seguridad para los ciudadanos. Desde esa perspectiva, el nombre de este seminario, “La realidad social y legal de los dominicanos repatriados”  describe el problema a abordar y al mismo tiempo, revela la esperanza subyacente.

Recuerdo que con el estudio  que en los 80 realizara José del Castillo “El Mito del Retorno” se desvaneció la inmutabilidad de la creencia de que nuestros connacionales soñaban con volver a la “Patria Chica” para establecerse definitivamente a partir de los bienes acumulados con sus años de esfuerzos y entrega al trabajo productivo en el país receptor. Con esa constatación, empezamos a interesarnos en la “Diáspora”  desplazando el énfasis en el ámbito de lo cultural hacia el terreno de la economía, más en consonancia con el nuevo modelo económico que se implantaba y que hoy se aprecia con toda nitidez. Pero los años 90 nos sorprendieron con un tipo distinto e involuntario  de retorno: los deportados.

A esa primera oleada la vimos llegar con un dejo de vergüenza y desprecio y colectivamente construimos el concepto de minoría especial, por lo distinta que resultaba del resto respecto a los valores que suponíamos sin estudios que lo avalaran, definían la dominicanidad, vista como un absoluto, como un ente estático y despojada de la noción de proceso en construcción permanente que por demás, no solamente se daba en la isla. En ese momento nació el discrimen, se produjo  el estigma.

Pero como los estigmas, por absolutos, homogenizan, empezamos a convivir sin problema de conciencia alguno, con un perfil delincuencial que atribuimos a todo ciudadano o ciudadana que repatriaron de los Estados Unidos. Peor aún, los asociamos a un tipo único de delito (narcotráfico), criminalizándolos peremnemente y negándole en los hechos toda posibilidad de reinserción social. Sin reparar en que llegaban luego de cumplir penalmente por los delitos cometidos, los condenamos a cadena perpetua en una cárcel de 48 mil kilómetros cuadrados cuyos barrotes simbólicos son más duros que el acero. Por supuesto, el resultado ha sido erróneo: a ellos les atribuimos la gran oleada delincuencial que nos embarga y amarga, los hicimos principales responsables de la inseguridad ciudadana que hoy es nuestra principal pesadilla.

Situación que refuerza el miedo y la angustia colectiva  cuando ciertos datos  empiezan a aflorar. Las autoridades estadounidenses revelan que en sus cárceles hay  5 mil 550 presos dominicanos, 2 mil 458 por haber cometido delitos mayores, es decir, federales. Y cuando sabemos que será cada 15 días la frecuencia en que traerán forzadamente desde Estados Unidos a nuestros connacionales que hayan cumplido sus penas, el miedo se agiganta, potenciado por la percepción de que esta vez no nos traen ropas y dólares, sino nuevos tipos y técnicas de delitos para los cuales, la Policía  y demás instituciones no están preparadas para enfrentar exitosamente. El mejor informado, ausculta en el presupuesto de la nación y tiembla cuando descubre que esas instituciones disponen de menos del 1% del PBI en sus capítulos de combate a la delincuencia.

Visto así, el panorama es desolador. Sin embargo, otro tipo de información existe. Por ejemplo, primeras aproximaciones estadísticas revelan que un bajísimo porcentaje de los deportados (4-7%) reinciden en prácticas delictivas una vez llegan al país. De constatarse la tendencia en estudios subsiguientes, metodológicamente bien diseñados, la  creencia de que la violencia que nos arropa tiene en los deportados la principal causa y protagonista, se convertiría en una falacia, en una acusación completamente carente de validez. Pienso además, que podría caerse con ella, la apatía colectiva respecto a las violaciones de sus derechos humanos, la falta de seguimiento estatal para su reinserción a la sociedad, la obligatoriedad de revisar cada caso para distinguir si en el país que los expulsó hubo una correcta administración de justicia y de lo contrario, qué se puede hacer para reclamar sus derechos conculcados, etc.

Como notarán, la responsabilidad de este seminario es tan grande como el problema que abordaremos y tan sentida como el reclamo público que hacen algunos días, lanzó a la conciencia nacional un grupo de deportados, exigiendo que se les trate sin discriminación y no les neguemos el derecho a demostrarnos que los seres humanos somos capaces de modificar radicalmente nuestras conductas.

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