Los respetos humanos

Los respetos humanos

La falta de respeto reina en todas partes. Cualquier periodista puede, en una charla radial con otros colegas, llamarle Pancho al Papa Francisco; eso, la primera vez que aluda al jefe de la Iglesia; la segunda, le dirá Panchicú, pues habrá “cogido confianza”. La democratización ha producido en las grandes ciudades un revoltillo humano, donde todos somos piezas del transporte colectivo o víctimas de las disposiciones municipales. Como en el viejo tango de Santos Discépolo, “lo mismo da un burro que un gran profesor”. La masificación de los servicios públicos es una máquina niveladora que nos sitúa a todos a la altura del asfalto de las calles.

En una época de “Internet”, plastilina y música electrónica, un exceso de formalismo es ridículo. Pero la ausencia de todo protocolo es el comienzo de la disolución de las jerarquías sociales. Sin ellas naufraga el orden colectivo. Hay profesores y alumnos en las escuelas. Unos suben a la tarima, otros ocupan los pupitres del aula; hay camilleros, enfermeras y cirujanos en los hospitales; sin el debido respeto a las jerarquías, estarían en peligro las vidas de los enfermos. Ningún cuartel, de policía o del ejército, funciona adecuadamente sin respeto por las jerarquías. Por eso existen generales, capitanes, sargentos y reclutas.

No hay que decir que las empresas industriales trabajan con estricto orden de prioridades, con riguroso apego a lo que llaman “cadenas de mando”. El gerente de un sector de la producción sabe bien con cuál ejecutivo consultar antes de tomar una decisión fuera de la rutina habitual. Los empleados todos “reportan” a un superior jerárquico. Escuelas, cuerpos militares, hospitales, empresas de negocios, irían a la destrucción o a la quiebra, de no tener bien claro quién manda y quien obedece.

En el mundo de la burocracia gubernamental no siempre está claro quién debe manejar el freno o el acelerador. La falta de respeto ha calado hondo en la sociedad dominicana. Son muchos los hombres y mujeres que se niegan a usar los tratamientos de don fulano o doña zutana; que tutean a una persona mayor a la que acaban de ser presentados. “Ellos no son mejores que yo”, aducen para no cumplir normas de cortesía antiguamente inexcusables.

 

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