En uno de los libros del conocido Pentateuco se relata el mandato del Dios de Israel a Moisés, libertador de ese pueblo, diciendo: “Toma la vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña a vista de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña, y darás de beber a la congregación y a sus bestias. Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la congregación, y sus bestias.”
A Moisés no se le permitió entrar en la Tierra Prometida debido a que golpeó dos veces la peña desobedeciendo la orden de Dios de que solamente le hablara a la misma, aunque tuvo el privilegio de contemplar desde lejos la tierra que recibiría su pueblo por heredad y como destaca el relato bíblico: ”allí murió Moisés, siervo de Jehová, en la tierra de Moab” y “nadie conoce su sepulcro, hasta el día de hoy.” Durante milenios la humanidad y de forma especial las civilizaciones judeo-cristianas han identificado al príncipe Moisés como el libertador del pueblo de Israel y a la vez como su gran legislador, condiciones éstas que en nada han dependido del, hasta el momento, imposible hallazgo de los restos mortales de quien es considerado como el iniciador formal de la nación judía.
Los resultados del estudio de ADN realizados por el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF), indican que los restos humanos analizados no son del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, sino de otras personas. Con esta información se cierra un episodio epistemológico de nuestra historia reciente que nada tiene que ver con la heroicidad del comandante de abril.
El pueblo dominicano no necesita ver los restos inertes de Francis para valorar su abnegada entrega a la causa revolucionaria que solo buscaba la autodeterminación de nuestra gente. Su obra gloriosa en favor de nuestra patria y en contra de la mano interventora, sobrepasa con creces la de muchos de aquellos cuyos restos tangibles se encuentran de manera inmerecida en el Panteón Nacional.