Los sicarios del Estado: La Barranquita y el espejismo de la reforma policial

Los sicarios del Estado: La Barranquita y el espejismo de la reforma policial

Angely Moreno

La Policía Nacional Dominicana, creada en 1936, nació bajo la sombra de la intervención norteamericana y con un propósito que no ha variado demasiado desde entonces: garantizar el control social a cualquier costo. Aquella Policía fungió como La 42, que fue el brazo criminal del régimen Trujillo, luego se convirtió en La Banda Colorá de Balaguer creada —con apoyo o tolerancia del propio Estado— para perseguir, torturar y asesinar a opositores políticos, especialmente militantes de izquierda, sindicalistas y estudiantes que criticaban el régimen.

Luego, la policía se convirtió más en instrumento del generalato y el coronelato para hacer dinero utilizando a la población como sujeto, que en un cuerpo policial de represión política; pero que al igual que en todas sus versiones no es una institución formada para proteger ciudadanos, sino para someterlos.

Han pasado casi 90 años desde su fundación, y pese a los discursos de modernización, la Policía Nacional sigue siendo un organismo de represión, ejecución y corrupción. Su método preferido para ocultar los abusos —y reciclar los vínculos con el crimen organizado— ha sido siempre el mismo: los mal llamados “intercambios de disparos”. 

Esa práctica, que el cuerpo policial intenta presentar como enfrentamientos fortuitos, no es más que un mecanismo de exterminio selectivo: una forma de eliminar a delincuentes que ya no resultan útiles o que comienzan a generar más ruido que beneficios. Así han caído figuras conocidas como Cacón, Kiko la Quema y tantos otros cuyos lazos con la Policía eran tan fuertes que vivos provocarían una catarsis a lo interno y externo de la entidad.

El reciente caso de La Barranquita, en Santiago, es la confirmación de que, pese a los millones invertidos en la reforma, la policía sigue contaminada por agentes sicarios, amparados en un sistema que los protege mientras sirven de engranaje a redes criminales y estructuras de poder económico dentro de la propia institución. Lo que allí ocurrió, según periodistas que siguen el tema y expertos en la materia, no fue una operación fallida contra delincuentes, sino un tumbe fracasado —una operación que salió mal— en la que participaron once policías que, de forma irregular, se desplazaron al lugar sin informar a su comandancia.

Las versiones oficiales, desde un primer momento, intentaron reducir el hecho a un “intercambio de disparos”, pero los detalles revelan algo más profundo: la permanencia de una cultura institucional donde los uniformes son apenas una fachada para el crimen organizado policial. Una cultura donde quienes deberían perseguir la delincuencia terminan compitiendo con ella, donde el gatillo es la vía más fácil para borrar testigos incómodos y donde la impunidad es el verdadero reglamento.

La llamada reforma policial ha sido, hasta ahora, un proceso más estético que estructural. 

Se cambian los uniformes, se reescriben los manuales, se anuncian comisiones, pero no se desmontan los intereses internos que alimentan la corrupción, ni se transforman los incentivos que empujan a muchos agentes a delinquir. 

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¿De qué sirve hablar de “nueva policía” cuando los mismos mecanismos de muerte selectiva siguen operando con la bendición del silencio institucional?

La Barranquita no es un hecho aislado. Es parte de un patrón. Un patrón de ejecuciones extrajudiciales que se repite en barrios, comunidades marginadas de todo el país. Solo en los primeros seis meses de 2025, en una nación de 11 millones de habitantes, se reportaron 170 jóvenes ejecutados por la Policía Nacional en supuestos enfrentamientos. 

Y extrañamente, luego de ejecutar a los 5 jóvenes de la Barranquita, los gatillos se silenciaron por 9 días, como si se tratara de un escarmiento por haber sido descubiertos en la torpeza a plena luz del día. 

Para dimensionar esa cifra, basta mirar hacia Estados Unidos, un país de más de 330 millones de habitantes, donde incluso con la pena de muerte legalizada en varios estados, el número de ejecuciones formales en todo un año no supera las 25. En República Dominicana, en cambio, donde no existe tal figura penal, se ha instaurado una pena de muerte informal, aplicada sin juicio, sin ley y sin remordimiento.

Lo ocurrido en La Barranquita no solo desnuda el fracaso de la reforma policial: también evidencia que seguimos gobernados por un sistema que premia la violencia institucional, legitima la impunidad y sostiene, desde el Estado, una maquinaria de muerte que solo desvive a los delincuentes de poca monta, pues no hay intercambios de disparos ni para los corruptos ni los ladrones de cuello blanco.

 Siempre que su aplicación sirva para dar visos de «combatir la delincuencia» y preservar los secretos de la relación policía-delincuente, el intercambio de disparo será la mejor opción de los uniformados. Más que reforma, la policía necesita rendir cuentas.

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