Los silos de Carlos Cruz-Díez y su necesaria resurrección

Los silos de Carlos Cruz-Díez y su necesaria resurrección

Es un hermoso historial dominico-venezolano. Carlos Cruz-Díez, artista de celebridad mundial nacido en Caracas en 1923, es sobrino-biznieto de Juan Pablo Duarte Díez, por vía materna.
El abuelo del maestro venezolano fue uno de los hijos del general Mariano Díez, hermano de la madre del Libertador.
Carlos Larrazábal Blanco sitúa el linaje de los Díez-Jiménez en El Seibo, a finales del siglo XVIII. Tanto la madre de Juan Pablo Duarte como su hermano Mariano, nacido en 1794, bisabuelo de Carlos Cruz-Díez, emigraron a Caracas durante la ocupación haitiana.
Joaquín Balaguer menciona las clases de esgrima que Juan Pablo recibió de su tío y las primeras juntas patrióticas que los dominicanos celebraron en el hogar de José Prudencio Díez, hermano de Manuela y de Mariano.
Mariano Díez fue un participante activo de la Independencia Efímera del 1821. En su Diccionario Biográfico-Histórico, Rufino Martínez informa que, hostil a la presencia haitiana desde el principio, él emigró a Caracas. Desde allí aparece enviando ayuda financiera para la lucha emancipadora –esto lo confirma Emilio Rodríguez Demorizi–.
Durante la Primera República, vuelve a residir en Santo Domingo, siempre atento a la causa nacional, como tuvo nuevamente oportunidad de demostrarlo cuando se exilió durante la anexión en 1863.
Desde Caracas, Mariano Díez retorna a la República Dominicana con Juan Pablo Duarte en 1864 y toma parte activa en la lucha de la Restauración como general. Luego se retira a Caracas donde muere en 1868 o 1873 –las fuentes difieren–.
Carlos Cruz-Díez en Santo Domingo. Estrechamente ligado a nuestro país por sus orígenes familiares, el maestro presentó, en 1994, en el Museo de Arte Moderno, su extraordinario “Laberinto sensorial”, realizó talleres sobre sus obras con jóvenes artistas dominicanos, y –sobre todo– inauguró sus “Cilindros cromo interferentes” a orillas del río Ozama.
Fue un mural gigantesco, desplegado en 28 silos y once mil metros cuadrados, fiesta de geometría, ritmo y color, que Carlos Cruz-Díez concibió, estudió y personalizó en maqueta, donando el proyecto al pueblo dominicano.
La realización, verdaderamente titánica por la cantidad desplegada de pintores y pintura, incumbió a la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (Corde), entonces propietaria de Molinos Dominicanos, y el increíble resultado visual causó sensación… Ha sido un episodio único en la historia del arte dominicano, que exige testimonio.
Los “Cilindros cromointerferentes” de Carlos Cruz-Díez constituyeron una innovación en nuestra ciudad y la gran obra de arte moderno del sector del río Ozama.
¡Esa se logró, con un método, una organización, una programación impecable y la participación de un hijo del maestro!
Carlos Cruz-Díez, gracias a su larga y diversificada experiencia, a sus conocimientos teóricos, a un estudio previo minucioso, y evidentemente a su inagotable inventiva, llevó sus composiciones geométricas y ritmos multicolores a una integración magnífica: grandes torres de almacenamiento de grano, cromáticamente muertas, se convirtieron en soportes ideales de dinámicas y deleitables armonías prismáticas.
Borrón sin cuenta nueva. Durante años, esta obra formidable deleitó a millones de espectadores, hasta que, un buen fin de semana de 2003, desapareció, causando con su “partida” asombro y dolor.
El edificio y propiedad estatal había sido vendido a una compañía industrial privada. La cual aplicó encima de los silos una espesa capa de pintura crema, borrando así una obra maestra excepcional en vez de mantenerla.
Sorprendente fue que todos lo lamentaron, que la prensa y la crítica manifestaron su indignación, pero hicieron falta protestas y demandas institucionales.
Más aun, parece que un sector del entonces incipiente Ministerio de Cultura casi lo justificó. Hoy, esta actitud bárbara no hubiera sucedido, y las autoridades oficiales serían las primeras en exigir una reparación, como lo hizo recientemente la Cámara de Diputados en un informe voluminoso, muy elaborado y preparado por su Comisión de Cultura.
Ahora bien, aparte de este desenlace lamentable y lamentado, hubo un proceso de mantenimiento estipulado por Carlos Cruz-Díez que, de parte del sector oficial de entonces, no se respetó. Bienalmente, debía realizarse un diagnóstico de los silos, con una restauración adecuada a su estado, y luego, al cabo de ocho años, se imponía un remozamiento integral. El maestro lo ha expresado varias veces en términos generales: “Una obra, al igual que el cuerpo humano, necesita un cuidado constante”.
… Pero los silos no se cuidaron. Los despiadados efectos climáticos los hacían palidecer, y no solo se alteraba el color, sino que la superficie se iba descascarando parcialmente.
Mientras el Estado todavía era su dueño –cerca de diez años–, los magnos cilindros se degradaban sigilosamente: se ignoró la debida conservación de una muestra incomparable de arte público que pasó incondicionalmente a la empresa privada.
El final trágico es conocido.
Una causa patrimonial. Es evidente que hoy, pese a los avatares que aun sufre el arte público dominicano, la situación no sería la misma. Con la Ley dominicana de Propiedad Intelectual y Derecho de Autor, la imagen – jurídicamente distinta de la posesión del objeto–, pertenece al artista y a sus descendientes durante 70 años. Si se cuestiona y prohíbe la reproducción impresa y hasta la exposición de una obra, por pequeña que sea, sin autorización y/o indemnización de los derechohabientes, es evidente que la destrucción de aquellas pinturas cinéticas monumentales de Cruz-Díez fue un atentado… premeditado.
Cuando se homenajea a Juan Pablo Duarte en su natalicio, es la mejor fecha para que la memoria histórica nacional recuerde la afrenta que se hizo a su sobrino-biznieto, Carlos Cruz-Díez y el atentado a un patrimonio dominicano de arte, trascendental, que exige reparación.

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