Sabemos que el testaferro es un individuo que una o más personas utilizan para colocar fortunas a su nombre con el propósito de ocultar o proteger actividades ilícitas, lograr desviar cualquier intento de robo o sustracción de los valores, no asumir compromisos tributarios frente al fisco o evitar el asedio de otros familiares o amigos reclamando o pidiendo ayuda al verdadero dueño de la fortuna.
Generalmente la sociedad lo rechaza y trata de procesarlo porque subvierte su soporte estructural y su funcionamiento.
En nuestro país se han producido escándalos con testaferros y no se ha reportado (que yo recuerde) ninguna condena a nadie por usarlos para ocultar robos o delitos contra el dinero público.
Fue histórico y bastante gracioso el caso del empleado amigo o pariente del ingeniero Diandino Peña que “sanamente” lleno de una ingenuidad asombrosa, confesó públicamente que, por algo así como cariño, amistad o lealtad, firmaba todos los papeles que el ingeniero le presentaba (creo que afirmó sin leerlos) y, si era necesario, le firmaría cualesquiera otros que en el futuro él le presentara.
Sin embargo, con el renacimiento o resurrección del caso Odebrecht luce que no hay testaferros y que el arma favorita de los acusados que quedan será la estrategia acuñada por el angelito Rondón (el de los 92 millones de dólares) que, al final de todos sus argumentos, proclama desafiante “búsquenme las pruebas”, sabiendo, como cualquier niño de primaria, que ni él ni sus cómplices tienen ningún motivo para acusarse mutuamente ni les interesaba dejar rastros o pruebas de sus negociaciones, evidenciando que el calificativo de “pendejos” no es para ellos, sino para sus acusadores.