Lourdes Victoria

Lourdes Victoria

UBI RIVAS
La desaparición física el once del pasado mes de abril de Lourdes Victoria Guzmán, esposa del ingeniero Carlos Sully Fondeur González e hija del general Alfredo Victoria con doña Chichí Guzmán, marca la mutilación de una época, de una generación, de una etapa y una vivencia inolvidable y sin reprisse. Hablo de la generación a la cual pertenezco, que ya se va retirando de este escenario cada vez más complicado, hacia otra dimensión ignota, que fue hacia donde Lourdes partió cuando un derrame fulminante truncó su vida valiosa y útil a la sociedad y a su país.

Pero antes del éxodo escarpado hacia la región de las tinieblas, hay una historia, un escenario, una saudade que es relicario, añoranza y suspiro de una época que aunque con infinitas limitaciones de todo tipo, económico, tecnológico, de diversiones parcas, rígidas, a este servidor siempre la ha parecido mejor, superlativa, inolvidable.

Es la época en que conocí a Lourdes y a su hermana Adriana, también desaparecida hace unos meses, residente en La Gran Manzana, y aunque a las dos hacía muchísimo tiempo que no veía, como acontece con varios-as de mi generación santiaguense, en que la segunda ciudad del país en todos los órdenes cursaba su perezosa cotidianidad en la delicia de una apacibilidad aldeana en que a las diez de la noche todos estábamos en camino hacia los brazos de Morfeo.

Ese ritmo de vivencia pueblerina que era Santiago de los Caballeros al principio de la segunda mitad del siglo que se fue hace un lustro, apenas si se alteraba con una fiestecita en el Club Santiago, Centro de Recreo, Country Club, Tennis Club (el que menos hacía fiestas) y algunos «asaltos» en las casas de las muchachas para festejar un natalico con vitrola.

Recuerdo a Lourdes camino a la Escuela Normal con sus libros en el pecho.

Fue el último tramo romántico del país, en que improvisábamos serenatas, hoy imposibles en un condominio de siete pisos en adelante porque todos se despertarían irritados, y nos valíamos de las amistades con Papín Feliú para en un piano montado en un camión, halagar la sensibilidad de nuestra efímera Dulcinea.

Otto Morales Bosch y Guillo Pérez al violín eran nuestros músicos para las serenatas últimas que escucharon los cielos estrellados de Santiago de los Caballeros y el país.

Los pasadías en los centros sociales referidos eran motivos esporádicos de encuentros, donde nos reuníamos en una mesa de cinco o seis parejas y hacíamos un «serrucho» para pagar las chatas de Cidra, las gaseosas y picaderas, a razón de $1 y $2 por varón.

Lourdes y Adriana estuvieron presentes en muchas de esas fiestas, con la elegancia con que sabía vestir a sus hijas doña Chichí Guzmán, y nunca olvido la risa explosiva de Lourdes cuando disfrutaba de alguna ocurrencia, como su gran clase y compostura y conducirlas a su casa en la calle Independencia, antes Julia Molina, con Sully Bonnelly, frente a las Casanova, con doña Chichí detrás, sin perder «ni pie de pisá», consagrada por entero a sus niñas.

Lourdes unió su vida con Carlos Sully Fondeur, a quien recuerdo cuando llegó de Palmar con sus hermanos Víctor, Norma y Nilda a cursar el bachillerato todos, residiendo en la calle Benito Monción, frente a don Homero Tolentino y a don Fernando Muñoz y doña Alida de Muñoz y al lado de Justo Castellanos y el mayor EN Juan Isidro Vicioso y su esposa María Teresa Malagón Jáquez.

Adriana hizo lo propio con Rafael Díaz Bonilla, general piloto (r) FAD. Aunque el tiempo, distancias, circunstancias y otros imponderables separen relaciones de juventud, el recuerdo permanece y en lo hondo, el afecto irrenunciable cuando una caravana de recuerdos nubla y enrojece los ojos.

Paz a los restos mortales de una dama excepcional y pesar a sus deudos.

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