A sus 84 años y con casi 100 películas filmadas -desde la primera en 1966, The White Bus, hasta Thor: Love and Thunder, el filme que ya está listo para su proyección en julio de este año-, Anthony Hopkins posee una imagen clara: la de un hombre bonachón, ese abuelo que muchos querrían tener. Amante de las redes sociales, suele aparecer en Instagram con mensajes emotivos y videos divertidos.
Sin embargo, detrás de esta figura se esconde una persona común. Que supo transformarse en una de las grandes estrellas del cine, pero que enfrenta los mismos problemas que cualquiera. Algunas circunstancias se conocían. Sobre otras, el propio Hopkins decidió hablar hace no mucho tiempo. Quizás, mostrarse tal cual es podría ser otras de sus virtudes.
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Hopkins nació el 31 de diciembre de 1931, en Port Talbot, al sur de Gales. Los primeros años en su tierra natal no fueron los mejores. Rememorar los años escolares todavía le causa cierto dolor. “Recuerdo el primer día de clase con aquel olor a leche podrida, pajitas y abrigos húmedos. Me senté ahí, completamente petrificado, y ese sentimiento se quedó conmigo durante toda mi infancia y adolescencia”, detalló minuciosamente en una entrevista con Playboy.
Sus papás buscaron que se sintiera más cómodo. Así fue cómo lo acercaron al arte: entendieron que debía seguir un camino sin textos de por medio, por lo que el niño empezó a dibujar y pintar. Se compenetró tanto que al día de hoy Hopkins es un destacado en la materia, más allá de no haberse dedicado profesionalmente. Es un hobby que lleva adelante actualmente en su casa, en los momentos libres.
Su dura infancia también abarcó cumpleaños. Muchas veces ni él mismo asistía a sus festejos por el temor de encontrar que no había nadie. Así vivió hasta los 15 años, cuando conoció al recordado actor Richard Burton, que era de su misma ciudad. Se lo cruzó una tarde y no dudó en hablarle.
Sus primeros trabajos antes de destacarse en Hollywood fueron en el teatro de Inglaterra, aun cuando esa fue una escuela que no persiguió. “El teatro no encaja con mi personalidad ni con mi temperamento. Nunca lo disfruté. El teatro británico es muy académico y yo siempre he sido muy mal estudiante. No me gusta la autoridad, ya sufrí suficientes abusos de pequeño”. No obstante en los 80, al no conseguir despegar en Los Ángeles, regresó a Londres para hacer algunas obras que le permitieron seguir con la profesión.
Anthony recuerda a la perfección el día que bebió por última vez. Fue el 29 de diciembre de 1975, cuando luego de una larga recorrida nocturna, amaneció en un hotel de Phoenix sin tener idea de cómo había llegado hasta allí. “Admití que tenía miedo, lo cual me dio una libertad maravillosa. Me sentía inseguro, paranoico, aterrorizado. Temía no valer para nada, que no encajaba en ningún sitio”.
Todo en su vida cambió cuando lo convocaron para ser el protagonista de El silencio de los inocentes, con su memorable Hannibal Lecter. Hopkins era la segunda opción para ese papel, pero ante la negativa de Gene Hackman, el teléfono le sonó a él. Su genial interpretación fue la llave de la puerta del Olimpo del cine. Internamente, él también lo sintió así: “Necesitaba tapar heridas internas, quería venganza. Quería bailar sobre la tumba de todos los que me hicieron infeliz, y lo he conseguido”, contó años después a Vanity Fair.
De ese instante a esta parte, lo que logró ya es historia conocida. En lo profesional, lo consiguió todo. Su cuenta pendiente tiene que ver con su vida personal: cerrar heridas familiares.
En su peor época con el alcohol, se separó de la actriz Petronella Barker. Luego de seis años de relación y con una hija de tan solo 14 meses, se fue de la casa y no regresó nunca más. Rompió relación con Barker pero también con Abigail Hopkins, su hija. A fines de los 90 la vio, pero apenas un par de veces. Lo que estaba quebrado no se arreglaría con esos encuentros.
En 2018, tras cuatro años sin verla, le preguntaron por ella. El periodista que lo contactó de Radio Times quiso saber si tenía nietos. La respuesta fue fría: “No tengo ni idea. Las familias se separan y, sabes, la vida sigue”. Tal vez, a sus 84 años, Anthony Hopkins todavía no aprendió a otros “te quiero” más. O peor: a sentirlos.