Deseo darles un cálido abrazo a todos mis amables lectores hoy en “el día del amor y la amistad”. La amistad es una afección creciente que se anida en los sentimientos más puros de una persona hacia otra. Es una corriente de afinidad entre dos seres, quienes instintivamente se tienden un puente de aceptación, respeto, comprensión y acercamiento.
Los buenos amigos nos dan júbilo, producen un sentimiento perdurable, agradable y gratificante. Los amigos son los “hermanos” que nosotros elegimos sin que necesariamente esté presente la consanguinidad. La amistad nos rejuvenece el cuerpo y la mente; nos da alegría y – como ya ha sido probado científicamente – mientras más alegre está el corazón más larga es la vida.
De su lado, el amor es algo mucho más complejo, pues implica erotismo, sensualidad, pasión y deseo. Entonces, ¿qué es el amor? No es de fácil definición. Usted lo puede sentir, vivir sus agradabilísimos encantos, pero, reiteramos, definirlo es muy difícil. Para muchos va desde un simple “palpitar”, una levitación, hasta una ensoñación. Citando a mi buen amigo y colega el Dr. Facundo Manes, prominente neurólogo argentino, quien en su obra “Usar el cerebro” se refiere a este sentimiento como: “El amor es un elemento fundamental de la tradición mítica y en la historia social. Y, por supuesto, también constituye un interesante desafío a la neurobiología. Sobre la base de la investigación en la neurociencia social podemos intentar definir el amor como un estado mental subjetivo que consiste en una combinación de las emociones, de motivación (clave en el logro de metas y objetivos) y funciones cognitivas complejas. Hoy sabemos que el amor es, más que un sentimiento surgido de nuestro corazón, es un proceso mental sofisticado. Como se sabe el cerebro dicta toda nuestra actividad mental, el corazón es, más que el origen de nuestras emociones, es la víctima.”
No pretendo en esta romántica mañana dominical desdibujar el encanto que tiene el amor en todas sus vertientes, desde el más grande (el filial, es decir, madre-hijo), hasta el sentimiento pasional y tórrido; aquel que se inicia puramente carnal y que, necesariamente, por la misma avasalladora fuerza del amor, luego se refina y espiritualiza.
El que yo más admiro es el amor “romántico”, el refinado, el cortés, el tierno, aquel que todavía poetiza frente al escarlata capullo de rosas príncipe negro, o frente a las burbujeantes y juguetonas volutas del champagne en la aflautada copa de fino cristal de Baccart, o con un embriagante tinto, degustando un primoroso sorbo de un aromático, corpóreo y purpúreo vino Chateau (no necesariamente un Petrus), máxime servido en sonoras copas de cristal de hierro para “chocarlas” emocionados y brindar musicalmente por la felicidad, el amor y la amistad.
Ese amor cortés, concepto de origen desconocido con precisión, quizás nació una tibia noche en los califatos árabes antiguos, o en una primavera en la vieja Roma desde el arpa lúdica de Livio Andrónico, o quizás en las nostálgicas inspiraciones de los poetas y los aedas de la Provenza. En todo caso, todo el que ha sido flechado alguna vez por el inocente arquerito que hoy lo celebramos, sabe los deleites que da ese invisible “hachazo” al corazón frente a la monda luna.
Hay dos estructuras de nuestro cerebro que se activan cuando nos llega esa sensación conocida como “amor” que nos desboca el alma como luz herida. Ellas participan protagónicamente cuando el “angelito” nos flecha: la ínsula y el núcleo estriado. La ínsula es la porción del cerebro que está en la “sien”, mientras que el núcleo estriado está cerca de la frente. Las emociones aguijonean siempre muchas áreas cerebrales, pero las del amor son mucho más estimuladas para poder explicarnos el correlato neurovegetativo (el “revoloteo” que se siente en el alma, en las viseras y en la piel cuando nos enamoramos). Esa “inmensa emoción” es lo que conocemos y llamamos amor.
Dentro de la amplia cascada de neurotransmisores y hormonas que participan en su complejidad se encuentran: la feniletilamina, dopamina, noradrenalina, serótina, norepinefrina, oxitocina, endorfinas (estas dos últimas nos llevan al arcoíris), luliberina, testosterona, estrógenos, etc.
Cuando nos enamoramos, todo ese complejo andamiaje neuronal trabaja al unísono para gratificarnos, abstraernos del mundanal ruido, ensimismarnos con el ser amado junto al aliento de rosas, canela y jazmín, en un tierno y embrujante beso. En esa indescriptible entrega, nos “regalamos” al otro: por querer, por complacencia, por festejo, por pasión, por magnetismo, por fascinación, por luminosidad, por ventura, por temeridad, por un befo, por un torso, por juguetonas briznas, por embeleso, por ataduras, por deleite, por estallido, por hechizo, por encantamiento, por éxtasis, en fin, por vivir la plena felicidad; y, sobre todo, por amor y no más que por amor. Deseo para todos, ¡un gratísimo Día de San Valentín!