Lujo, Economía y Psicología

Lujo, Economía y Psicología

JOSÉ LUÍS ALEMÁN S.J.
Cuando se explora aun superficialmente la industria mundial de lujo se siente uno estupefacto ante  el sinsentido no de ella, trabajos refinados de artesanía,  sino del estilo de vida de muchos superricos, no de todos, que lo viabilizan con su demanda.     

Reconozco que contra esa primera impresión el economista haría bien en dedicarle mayor tiempo “de reflexión” antes de anatematizarla,  como dicen  algunos políticos sorprendidos por para ellos inesperadas reacciones de su clientela.

Hay dos razones de peso que obligan a tratar el tema más a fondo: el hecho innegable de que a lo largo de la historia humana tanto gobernantes como poseedores privados de grandes fortunas han dado verdaderas exhibiciones de lujo en mansiones y formas de vida  y la aparente generalidad de esta tendencia en los seres humanos al pasar de la pobreza a la riqueza.

Se hace difícil, en consecuencia, negar en lo seres humanos cierta inclinación natural al lujo. Una condena moral taxativa supondría un actuar humano sistemáticamente perverso. Lo que es mucho decir.

Necesitamos  entonces que el economista se plantee seriamente hipótesis que puedan guiarnos a entender un comportamiento tan frívolo y tan en clara oposición a la miseria y pobreza de buena parte de la población. El objetivo primero de esta reflexión es el de comprender antes de condenar o aprobar. La deseabilidad social o moral de un determinado actuar económico viene después de la comprensión del hecho; no antes.

Existe una diferencia fundamental entre el pensamiento moral del economista y el del filósofo tentado siempre, este último, a invertir el proceso y a correr el riesgo de que a base de  fijarse sólo en lo “esencial” se halle al final en un callejón sin o de muy estrecha salida por haber descuidado lo que parecía  poco importante .

  En cambio, y contra la práctica común de los economistas del bienestar, debemos proclamar la necesidad del “velo de ignorancia” postulada por John Rawls. Este profundo filósofo social norteamericano nos recuerda   la importancia de enfrentar la realidad social desde una posición buscada de “tabula rasa”, de hoja en blanco, que nos ayude a reprimir filias y fobias familiares, intelectuales o religiosas, que predeterminan nuestra  evaluación de la realidad. Dicho en otras palabras el economista en cuanto tal tiene que luchar contra axiomas de la profesión que justifiquen el ejercicio ilimitado de la “soberanía del consumidor” -de su libertad a hacer con lo mío lo que yo quiera- o del anticapitalismo neoliberal.

Sólo en un espacio, difícil de conquistar, de indiferencia metodológica y provisoria podemos acercarnos a la comprensión del misterio de  la conducta del hombre “simul justus et pecator”, “a la vez justo y pecador” de Lutero.

1. Hipótesis sobre las fuentes de decisiones del consumidor.

El ingreso, los precios y las preferencias individuales   determinan en la economía neoclásica la demanda del consumidor. Ni los ingresos ni los precios parecen ser barreras importantes para el consumo de los superricos. Queda por indagar  el posible papel de las preferencias de los consumidores.

Poco nos dice la economía neoclásica sobre ellas   excepto que el consumidor toma sus decisiones  guiados por sus propios gustos.

 Todos sabemos, sin embargo, que la sociedad, el pequeño  mundo en el cual nos socializamos, influye fuertemente en nuestras preferencias. Con Olshavsky y Grandbois podemos decir  que buena parte de nuestro consumo depende de nuestras necesidades; otra de los estilos de vida impuestos por la cultura o simplemente  por simple recomendaciones de otras personas. Earl, autor de un excelente libro sobre microeconomía y negocios, será nuestro guía.

En el caso del consumo de los superricos probablemente pesan desproporcionadamente las normas culturales del entorno. Lógicamente, aunque incurramos en la horrenda vorágine interminable de los por qué de cada por qué tenemos que preguntarnos sobre el origen de esas normas so pena de explicar lo mismo por lo mismo y, además, de iniciar un círculo vicioso de argumentación (los estilos de vida lujosa explican las conductas lujosas que explican los estilos culturales de vida…).

a) A Scitovsky, conocido economista norteamericano, se le atribuye un papel importante en el origen de los esfuerzos por integrar psicología y economía: “hay que considerar a la gente como colectores de información para quienes la vida consiste en una serie de experiencias”. En esta línea hipotetizamos que las decisiones conductuales se forman a través de distribución de experiencias que son vividas como algo nuevo.

   La utilidad de la experiencia de lo subjetivamente nuevo sigue los principios de  Engel: la utilidad  marginal aumento inicialmente pero al irse haciendo repetitiva va disminuyendo y acaba por convertirse en negativa y provocar ansiedad. Esta ansiedad impulsa a la búsqueda de “nuevas” novedades si las personas se sienten capaces de torearlas. Novedades en serie y capacidad física o intelectual para ellas influyen en el proceso de decisiones. Efectivamente vivir peligrosamente no es  atributo general de la humanidad.

    Mientras que en las sociedades primitivas las novedades alternativas se encuentran frecuentemente en el arte popular y en ritos culturales, en las más tecnificadas se constatan dos tipos contrastantes entre sí: formas de  intenso entretenimiento como los deportes extremos,  viajes a zonas exóticas, carreras de auto, vuelo de aviones, novedades sexuales, etc., por una parte, y de violencia, sexualismo y drogas, por otra parte.

Peacock, también economista, al juzgar el libro de Scitosvky, concluye afirmando que el aumento creciente de riqueza puede hacer que el consumidor haga más agradable su vida buscando con esos recursos mayor novedad o logrando períodos de estimulación en los cuales se aparta del nivel usual de confort alcanzado.

b) Elster, crítico social inglés del postmodernismo, nos ofrece una visión complementaria a la de búsqueda de novedad. Hay conductas humanas orientadas a eliminar la “disonancia objetiva” existente entre algo en que se creyó o se adquirió, por una parte, y, por otra parte, informaciones que cuestionan la validez de la decisión hecha. Expresado de otra forma: frecuentemente nos asaltan  dudas sobre si lo  que hicimos es correcto: entramos en “disonancia” entre mis antiguas radiaciones y las provocadas por nueva información.

Para combatir la disonancia los cultores del lujo que se sienten agredidos por juicios críticos de su conducta (frivolidad, inconciencia social, origen fraudulento o violento de riqueza, conducta anticristiana…)  apelan a varias estrategias: buscar corroboración social de personas de alto status social y moral, enfatizar ideas negativas o ridiculizantes sobre otras alternativas, exhibición de optimismo y seguridad frente a quines los critican.

“Demasiadas veces personas a quienes se avisa de estar haciendo el tonto si persisten en una conducta, en vez de descontinuarla la escalan”(Staw y Ross). 

Probablemente este último tipo de conducta, escalar prácticas cuestionadas, es, junto con el afán de novedad,  determinante de la compulsión de muchos superricos  por multiplicar sus excentricidades de consumo. El afán de novedad presenta el potencial positivo de la demanda de estilos de vida lujosos; la disonancia objetiva el negativo de la autodefensa posiblemente enraizado en una subconsciencia larvada de culpabilidad.

Como consecuencia que se deduce de esta comprensión de la demanda de lujo figura la resistencia de los superricos a cualquier tipo de cuestionamiento bien intencionado como sería pensar en aumentar las inversiones y proporcionar así más empleo a otras personas.

Definitivamente si creemos que el estilo de vida lujosa es una enfermedad habrá que reconocer que resulta poco tratable. Tiene razón Jesús cuando dijo que  no se puede a la vez servir a Dios y servir al dinero y que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que u n rico en el reino de los cielos, aunque para Dios todo es posible.

2. Constatación  empírica de la correlación Riqueza-Felicidad

Existen dos formas de tratar el tema (aunque la forma más frecuente en la vida es la de rehuir este análisis): observación personal apoyada con cierta base estadística, y constatación por métodos estadísticos o econométricos de variables “objetivas” indicadoras de riqueza y de felicidad.

a) Apreciación subjetiva.

Digamos de arrancada que enfrentamos aquí una opinión general favorable a la  mutua complementariedad entre riqueza y felicidad contra otra “anticultural” que opina lo contrario. Tres economistas, Gintis, Oswald y Powdthavee nos ofrecen  (en The Economic Journal de junio, 2007) elementos de juicio interesantes  sobre la apreciación subjetiva en la recensión del libro de  Offer: Challenge of Affluence: Self-Control and  Well-Being in the United Status and Britain since 1950, Oxford  University Press, 2006).

   Ambos reconocen el carácter anticultural de la opinión de  quienes creen que el crecimiento económico pone en peligro la capacidad de la gente para disfrutar de aquél.

   Tomemos un  dicho de una famosa vedette Stephanie Tucker como muestra de la opinión más general: “He sido rica y he sido pobre; créanme ser rico es mucho mejor”. Añadamos a esta frase  la obvia observación de que la gente hace grandes sacrificios para garantizarse a sí misma y a sus hijos un grado aceptable de seguridad financiera. Creo que resumimos así la opinión predominante. Aceptemos además que para los economistas, alérgicos casi siempre a adentrarnos en discusiones sobre valores, no hay mejor juez (¿?)  de los propios intereses que la persona misma.

Sin embargo existe amplia experiencia no organizada sistemáticamente sino más bien descriptivamente que indica que una fracción indefinida de ricos, sobre todo de nuevos ricos, “exhibe muestras vergonzosas de opulencia, de gustos vulgares, de adición a drogas, de caos familiar y de hijos corruptos” (Gintis).

  Cada día más economistas (Layard, Gilbert, Easterlin, Ruhm) se inclinan a la afirmación anticultural del poco efecto del crecimiento económico sobre la “felicidad” de la gente. Basados en su propia experiencia y en estudios sobre indicadores de felicidad Oswald y Powdthavee resumen así el encadenamiento lógico de los estudios empíricos realizados:

-en los países desarrollados la calidad de vida juzgada por sus ciudadanos más bien ha empeorado;

-probablemente las personas que ven mejorar sus ingresos sufren de miopía intelectual: al evaluar su nivel de felicidad: quieren mejorarla rápidamente sin esperar al mañana y tienen problemas en prácticas prudenciales por falta de paciencia. Además tienden a medir su bienestar opor el éxito económico de sus pares; 

-el resultado más llamativo de esta miopía es alto grado de desorden y de pérdida de auto-control en comida, drogas,  sexo, familia…

     -a estos efectos hay que añadir un flujo tecnológicamente originado de novedades que tienden a corroer las  normas tradicionales de control, la lealtad a la empresa y a los demás, y los acuerdos institucionales garantes de un proceso más lento de desarrollo social. Brevemente el ritmo acelerado de novedades  disminuye los capitales humano y social.

-La publicidad enorme y no siempre objetiva de las sociedades capitalistas  reduce la confianza y la sinceridad.

b) Apreciación sistemática y objetiva

Reducir la visión “subjetiva” a la categoría de impresionismo sin ningún valor objetivo  sería manifiesta exageración y prueba de ignorancia supina no solamente porque equivaldría a negar hechos vividos por uno sino por  restar validez a al 90% de nuestros conocimientos adquiridos sin estricto control metodológico.

Sólo a través del método subjetivo podemos, además, formular hipótesis explicativas del sentido de la realidad y trascender el mero registro y la combinatoria de imágenes en la búsqueda por atribuirles sentido y lógica.

En cambio los métodos subjetivos se prestan a afirmar de todo un universo lo que sólo  es válido para una parte y de generalizar conductas “extravagantes”  e inesperadas que acaecen de tarde en tarde.

Por estas razones  siempre es deseable ir probando la veracidad y la frecuencia de casos que confirman nuestras intuiciones. Hacerlo metodológicamente implica gastos y tiempo, quizás más de una década.

Colocados ante la necesidad de aceptar o rechazar no sólo hipótesis sino también multitud de hechos sugiere una equidad elemental aceptar con fuertes restricciones  relativas a su generalización y de modo provisional como toda ciencia tendrá siempre que hacer,  las hipótesis propuestas por el método subjetivo.

En concreto se impone por el momento limitarnos a  afirmaciones propositivas capaces de ser rechazadas sobre la relación entre riqueza y felicidad.

En concreto nos vemos forzados a recordar que no es lo mismo una “afluencia” propia de clases medias en ascenso que superriqueza. Probablemente  operan determinantes comunes en la conducta de ambos grupos sociales pero el mismo escaso número relativo de los superricos oculta buena parte de su estilo de vida y simplemente atribuimos a ellos el mismo tipo de conducta “deviante” pero elevada a n-potencia que experimentamos en los simplemente afluentes y en sus hijos.

      En segundo lugar conviene recordar que el método subjetivo señala la probabilidad de que la conducta de los superricos de larga tradición ge.neracional difiera de la de los “nuevos ricos”. En estos es presumible un efecto sorpresa que acentúe inicialmente el descontrol y la anomía.

3. Conclusión

 Estas reflexiones me llevan a hacerme una mejor idea de las conductas de los superricos aunque confieso mis profundas simpatías por las hipótesis impresionistas expuestas.

Me quedan sin respuesta dos preguntas: el origen de la superriqueza (Stuart Mill las atribuía en Inglaterra a la violencia contra los pobres y a la sangre pero las posibilidades de ganancias especulativas, tan de mal gusto para Paúl Samuelson eran pequeñas) y su defensa basada en la necesidad del ahorro para invertir y dar empleo (¿no será más bien la de un consumo extravagante e insolidario?)

     Finalmente no puedo negar que la acentuada visión pro pobres y anti-riqueza (no ante ricos) de Jesús de Nazaret y la evidente fuga de la “disonancia objetiva” de los muy ricos matizan negativamente mi juicio sobre el lujo de los superricos … y de los “afluentes”…

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