Un historiador dominicano, Hugo Tolentino, afirmó no ha mucho tiempo que Gregorio Luperón, la espada más destacada de nuestras epopeyas emancipadoras, era nuestro paladín de más definido perfil nacionalista.
La afirmación, confirmada por la historia, cabe calificarla de exactitud matemática.
En uno de esos episodios que señalan las preocupaciones nacionalistas del héroe, comprobamos que además de los atributos que lo convierten en una de nuestras más destacadas espadas libertadoras, se advierte además una profunda sensibilidad para captar los hechos que se generan y que vibran ya en el espíritu de los pueblos. Una condición casi mística, diríamos, para percibir las futuras evoluciones de la historia.
Un capítulo asombroso de la efervescente historia dominicana de los tiempos post restauradores, converge con nosotros en las condiciones excepcionales del paladín de nuestra segunda independencia.
Descontentos con la tiranía de Heureaux, Luperón y un grupo de dominicanos entre los que se encontraban Casimiro N. de Moya, Carlos Anderson, Horacio Vásquez y otros, salieron al destierro, y un considerable grupo que se alojó en Haití, bajo la sombra de Hyppolite, quien a la sazón gobernaba aquel país, planeó un movimiento revolucionario encaminado al derrocamiento de Heureaux.
El proyecto requería una cabeza aureolada con virtudes suficientes como para aglutinar al pueblo dominicano. Nadie mejor que el General Gregorio Luperón, quien se encontraba en Curazao a raíz de su manifiesto desacuerdo con Heureaux por sus antipatrióticas intenciones de vender la Bahía de Samaná a los Estados Unidos, ya francamente definidos como la potencia imperialista que es hoy. También incidieron en la conducta de Luperón la política de los empréstitos, las conculcaciones de derechos, los crímenes y latrocinios de la tiranía imperante.
Luperón aceptó el liderazgo de los insurrectos y a tales fines embarcó hacia Haití por los años 1893.
Llegado al puerto, le fue notificado que el gobierno del vecino país había resuelto impedirle el desembarco, a fin de preservarse de las amenazas que les había formulado Heureaux, quien como represalia a los movimientos revolucionarios dominicanos había afirmado que financiaría los movimientos revolucionarios que se planeaban contra Hyppolite dentro de Haití y también desde Jamaica.
No obstante la situación creada, Luperón desembarcó subrepticiamente, pero de todas maneras se ordenó desarmar a todos los revolucionarios dominicanos y detenerlos, motivo por el cual Luperón se asiló en la sede diplomática italiana, no es posible omitir que primero intentó, como Caballero de la Legión de Honor que era, asilarse en la sede francesa, pero ésta le negó el asilo alegando que el héroe no era haitiano.
Una coincidencia histórica quiso que al momento se encontrase surto en la rada de Port-au-Prince un barco de matrícula y bandera norteamericana que fue ofrecido con insistencia a Luperón por el Gobierno de Haití, para que abandonara el país y poner punto final a la enojosa situación. Casi se pretendió.
No obstante la situación creada, alguna fuerza que está más allá de los cálculos humanos y que es preciso atribuir a los profundos e inescrutables secretos de la providencia, hizo que Luperón, cuya conducta anti-norteamericana era incuestionable, rehusara la oferta y prefiriera abordar un navío italiano llamado Aurelia Re, que se mantuvo fondeado por 20 días y del cual prefirió transbordar a un buque ruso que lo llevo a Saint Thomas. Fue acompañado en este viaje por el General Anderson, el Padre Font y el Coronel Julio Nugent. También el presbítero Carlos Morales.
Era el 6 de abril de 1893. Perecería como si las antenas de una superior sensibilidad hubiesen señalado al héroe el camino de la historia, en momentos en que ya germinaba en la Rusia de los Zares el fermento y las contradicciones que en menos de treinta años darían al mundo el acontecimiento más trascendental de la historia política del siglo veinte: la revolución socialista.