Luz que brilla en las tinieblas

Luz que brilla en las tinieblas

En el Evangelio leído en la misa del día, San Juan recrea la presencia de Jesús en la existencia de los seres humanos. En las celebraciones litúrgicas de la hora del gallo, y poco después, en las del alba, los creyentes escucharon textos del Evangelio de san Lucas. En tales lecturas, sucesivamente, se recuerda la mudanza de María y José debida al empadronamiento ordenado por Octavio Augusto, y la visita de los pastores al lugar del nacimiento del hijo de Dios.

Pero es en esta otra lectura evangélica, en la propia del día, en la que surge espléndida la más sencilla alusión al orden universal afincado en la ley natural. En esta parte inicial de ese Evangelio más que el notorio hálito poético, trasciende el orden cósmico del cual no somos sino minúscula pero importante partida. Consigue en breve pero elocuente escrito el apóstol amado, entremezclar conceptos como la eternidad del Creador, y la inextricable vinculación a la persona humana a través de la Palabra y de la Luz. Así, con mayúscula, pues no son meras alusiones a la lengua o a la ausencia de oscuridad, sino a la sempiterna vitalidad de Dios.

Simplicidad y profundidad se yuxtaponen a la belleza de la exposición.

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió… La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció… Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios».

En el púlpito es proclamada toda esta porción, la cual abarca el anuncio del otro Juan, el primo de Jesús, sobre la llegada de éste. A éste, dice el evangelista, no se le oyó.

Preñado se encuentra el sucinto relato, de alusiones a la libertad de escogencia que distingue al ser humano. Pero también pregona que aquellos que son capaces de asumir la Palabra y la Luz, de entender en sus conciencias al Creador, son llamados hijos de Dios. San Juan el evangelista escribe para seres perfectibles, ésos en quienes se da un crecimiento patente de conciencia moral y conciencia social.

Ese crecimiento no se encuentra necesariamente vinculado a una vida pía. Años después del sacrificio de Nuestro Señor, san Pablo expondrá la regla de oro en carta que escribió a sus discípulos de Corinto. Es otra de esas páginas llenas de auténtica y sencilla belleza, y en la misma proclama el converso: «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena y címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.

«Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad.

«Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.

«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor».

En buena medida, este texto es la continuación de uno más breve que recitó Jesús al joven rico: «El mayor y más grande de los mandamientos es amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo».

Una atenta lectura del Evangelio que la Iglesia proclama hoy, en la misa del día de la Natividad del Señor, podría enseñarnos cómo marchar hacia un mundo distinto y mejor. Porque cuanto tras sus expresiones esconde, es percibible por quienes buscan a Dios. Este mensaje nos permite a cuantos integramos la sociedad, procurar la construcción de una nación más equilibrada, más libre, más justa y más equitativa, en la cual brille la Luz y resplandezca la Palabra. Ojalá sea entendible p

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