Madeira, la isla de las flores

Madeira, la isla de las flores

Porto Santo, Desertas y Sevagens conforman junto con la isla principal, Madeira, el archipiélago descubierto hace más de cinco siglos. Desertas y Sevagens se encuentran deshabitadas y constituyen auténticas reservas naturales. Disfrutar de la naturaleza, de los deportes al aire libre y del sol son los objetivos fundamentales que deben guiar al viajero que se desplace hasta este lugar insólito en el que sus acantilados y su altura no permiten disfrutar de la playa en Madeira.

Prainha, en el extremo este de la isla, es lo más parecido a la playa como tal. Está escondida a la vista desde la carretera, y se accede a ella a través de unas escaleras. La arena es oscura al proceder de rocas formadas por la mezcla de conchas y residuos volcánicos.

SOL Y PLAYA

Para disfrutar del sol y las playas lo mejor es desplazarse a Porto Santo, a 40 Km. de Madeira y tan sólo a 15 minutos de travesía en avión y a 90 en catamarán, suplen la carencia de la isla principal con creces. Arena fina y dorada, acoge las aguas cristalinas y cálidas, debido a las corrientes del golfo, que rompen contra la orilla y a las que se les atribuyen propiedades terapéuticas.

Ala delta, esquí acuático, buceo, windsurf, vela o golf, además de montañismo son algunas de las posibilidades que permite la orografía del archipiélago.

Los madeirenses están orgullosos de tener el segundo acantilado más alto de Europa, Cabo Girao. Se encuentra a 22 Km al oeste de Funchal. Se puede llegar hasta él en autobús y una vez allí sus 580 metros de altura justifican la visita. Algunas de las excursiones en barco que pueden contratarse directamente en el puerto, permiten una magnífica visión desde el mar desde otra perspectiva.

En Garajau, en la costa este, puede pensar que no ha salido de Lisboa o que confundió su vuelo y está en Río: sobre sus acantilados se alza una enorme estatua de Cristo con los brazos extendidos, levantada en 1927.

En el norte, en Porto Do Moniz, se encuentran piscinas naturales en las rocas y salientes de los acantilados. A tan sólo unos metros de las fuertes olas que llegan del océano, se pueden tomar baños templados de agua marina. Al atardecer, la ruta desde este punto hasta Sao Vicente le ofrecerá unas magníficas vistas de la costa con la luz rojiza del sol como inseparable compañera.

En el s. XVI, Madeira, y su capital, eran parada obligada en las rutas de comercio al ser una de las grandes productoras de azúcar. Atraídos por las posibles riquezas de la isla, fue saqueada por piratas franceses, ingleses, argelinos y turcos. De ahí, la proliferación de murallas y fortificaciones. La Fortaleza de Santiago fue la última en construirse y es la única que se encuentra abierta al público.

PERFUME DE FLORES

Funchal, la capital de Madeira, recoge entre sus colores el azul del mar y el verdor de las montañas que la circundan, sin olvidar el colorido de sus balcones y fachadas cuajados de flores exóticas multicolores. Esta afición por los jardines y los cultivos de plantas hizo que la ciudad fuera distinguida en el año 2000 con la medalla de oro del «Concurso Europeo de las Ciudades y Pueblos Floridos».

Un premio que no fue el resultado de un hecho ocasional, pues la dedicación al arte floral es tan intensa que entre las fiestas mayores de la isla ocupa un lugar destacado la Fiesta de la Flor, que se celebra en el mes de mayo, y durante la que las calles se engalanan con tapetes florales y carrozas que exhalan un dulce perfume.

El clima de Madeira favorece que la naturaleza se desparrame con una exhuberancia delicada y silvestre. La laurisilva crece en sus bosques como vestigio del pasado. Su origen se remonta al periodo terciario, momento en el que resistió el último glacial amparado por la beneficiosa temperatura.

Con el fin de proteger y resaltar la belleza de sus bosques, la Unesco los ha declarado Patrimonio Natural de la Humanidad. Esta generosidad de la naturaleza se compone de arbustos, plantas y musgos; de árboles como el tilo, el laurel, o el «vinhático».

La isla es el resultado de las erupciones volcánicas que se produjeron alrededor de unos veinte millones de años. Los puntos más altos de ella ofrecen un verdadero paseo por las nubes. Hay veredas que conducen a lugares recónditos que se abren a grandes paisajes. No olvide que con el ascenso la temperatura desciende, y un suéter no se convierte en un estorbo al final de la ruta.

CARREIRAS

Una de las imágenes más típicas de la isla son los descensos en `carreiras´. Las empinadas calles que unen Monte con Funchal pueden recorrerse en unos enormes cestos de mimbre montado sobre dos ejes de madera y base metálica. Dos guías dirigen el particular trineo por las calles, durante el descenso de 4 km, para que no se deslice a demasiada velocidad sobre el pavimento.

Hasta Monte se puede acceder en el teleférico que tiene su base en la Zona Velha. La visita a esta pequeña ciudad está justificada no sólo por las `carreiras´, sino para visitar la iglesia de Nossa Señora, cuya fachada iluminada es una referencia inconfundible en las noches de Madeira.

Si vamos buscando más tipismo, debemos de hacer escala en Santana. Un pueblo agrícola al norte de Funchal, donde los huertos de manzanos, ciruelos o perales se mezclan con los campos de heno y las terrazas cultivadas.

Lo que hace de este lugar un sitio especial son sus casas de techos de paja hasta el suelo, encaladas en blanco y con las puertas y las ventanas en rojo, llamadas `palheiros´, que tradicionalmente se utilizaban como viviendas y ahora sirven para cobijar al ganado, aunque distintos proyectos de rehabilitación han vuelto a habilitar algunas como viviendas.

No se pierda el Mercado de los Labradores, en Funchal, especialmente los viernes (el domingo cierra) cuando llegan los comerciantes de las zonas más remotas de la isla. El mercado se construyó en los años treinta, y es un buen lugar para las compras. En sus puestos se ofrecen una gran variedad de flores, pescados, productos agrícolas y frutas.

Son apreciados en todo el mundo los bordados de Madeira, una industria en la que trabaja una gran parte de su población y que fue introducida por la hija de un comerciante de vinos inglés, a mediados del s. XIX. El cólera y una mala cosecha de vino diezmaron los ingresos de la isla y se buscó otra forma de generar recursos instalando un taller de bordados, de los que hoy es un gran exportador, y a los que se distingue por una pequeño sello de plomo cosido o un holograma con la misma forma como garantía de calidad.

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