Maestros del mal vivir

<P>Maestros del mal vivir</P>

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lamentablemente, no podremos utilizar los servicios de la persona que ustedes recomiendan. El candidato posee todas las credenciales académicas descritas en la carta de presentación del Ministerio. Hemos comprobado que es un individuo cordial, de trato afable, muy laborioso. Pero tiene un inconveniente grave: actúa en todo momento como si Dios existiera y lo vigilara desde un balcón del cielo. Se conduce de manera rectilínea, con una rigidez tan peligrosa como irritante.

Su corrección podría crearnos muchos problemas en esta Unidad. No lo queremos aquí. Si fuese un religioso tonto, con cierta resignación pasiva, tal vez le habríamos buscado algún lugar en el archivo reservado, en la biblioteca de «background»; quizás en la sección que distribuye la correspondencia especial. Pero es un hombre dinámico e inteligente. Se da cuenta de todo; entiende las cosas al instante; es muy difícil engañarlo. Podría echarnos al baño si llegara a creer que nosotros lo involucramos en alguna trapacería, en jugarretas o componendas de negocios. Diría yo que es un sujeto muy inteligente. Pero no nos sirve para nada importante. Su rectitud es el principal obstáculo. Bien sabe usted, general, que nuestra misión es hacer trabajos sucios y luego borrar el rastro.

– No deseo, general, disgustar al señor Ministro; pero peor sería causar trastornos al Estado Mayor y que ustedes tuviesen que dar explicaciones a Su Excelencia. Lo mejor sería destinar este tipo tan puntilloso a un puesto diplomático en un país lejano. Créame, yo lo aceptaría como vecino de mi casa gustosamente; ahora bien, compañero de labores es otra cosa. Ambos hombres se miraban directamente a los ojos. El que hablaba tenía el pelo negro, gafas obscuras y una gorra a cuadros. Parecía un turista que descansaba en la taberna después de una larga caminata. El otro era un hombre robusto, de cara enérgica; llevaba camisa «sport», pero las botas y el pantalón mostraban de sobra su condición militar. – Señores, ¿Díganme qué bebida les sirvo? Si desean ordenar algunos bocadillos ahí tienen la carta para escoger. El camarero, repentinamente, dio media vuelta y corrió. Se acodó en la barra y tomó el teléfono que timbraba y timbraba sin parar. – Si, están aquí; no hay ningún problema. Gracias; hasta luego.

Cuando el camarero colgó el teléfono el «bartender» preguntó: ¿Te ocurre algo, Lupvik? – No, no pasa nada; es el espía que siempre viene a beber aquí. Pregunta si hay dos húngaros conversando en la última mesa de la taberna. Insistió en que me cerciorara de que no eran estudiantes. – Estos dos hombres ya no pueden ser estudiantes. Son demasiado viejos para recibir lecciones. Más bien parecen maestros en el arte de mal vivir. – Claro, son policías húngaros que vienen a hablar en Praga para que no los vean juntos en Budapest. A los espías checos le informan de la llegada de los espías húngaros desde que cruzan la frontera.

– Miklós, esos hombres que ves allá, al fondo, a la izquierda de la gallina gorda, son policías húngaros. – ¿Cómo sabes tu eso? – Me lo ha dicho el camarero, en la puerta, hace unos minutos. Las noticias corren rápido en Bohemia, dicen los viejos de Praga. – ¿No será que los checos son chismosos, amigos de repetir lo que oyen? – Llevan años y años usando la transmisión de boca y oreja; no pueden guardar secretos; pero se defienden bien de los peligros políticos con el uso oportuno de la lengua. – ¡Ay, Ignaz, ese es el policía que fue a buscarme a la casa! ¡Ese me llevó a la celda! – ¡No se te ocurra levantarte de la mesa y acercarte a esos sujetos; te pueden matar en lo que pestaña un gato!. La policía de Praga protege a los agentes de seguridad de Hungría. Te darían enseguida una golpiza tremenda; y te embarcarían para Budapest, donde probablemente te tocaría otra paliza peor. Haz lo que te recomendó Panonia hace tiempo: no te dejes matar ni encarcelar; piensa en los compañeros tuyos que ya mataron; en los que enloquecieron en prisión. ¡No te muevas de esa silla!

– ¿A qué habrán venido a Praga? Podrían haber concertado sus tramas en cualquier hotel del lago Balatón. ¿Buscan alguna persona en Praga? ¿Esperan aquí la llegada de alguien? ¿Quién conoce los pensamientos del demonio? – Miklós, no seas ingenuo; si ellos viajan fuera de Hungría para conversar eso quiere decir que la intriga es contra alguien de allá: contra alguien con autoridad o importancia en nuestro país. Estoy seguro de que no les conviene que los vean reunidos en Budapest. Aquí, en Praga, las cosas se han ido acomodando porque se confía en la calidad de los dirigentes checos. Hasta en Eslovaquia cuentan con el buen juicio político de quien encabeza este régimen de cambio, tránsito, transformación o como quieras llamarlo. Ojalá suceda algo parecido en Hungría. Tal vez estos dos alacranes estén tratando de evitar que los militares húngaros apoyen hombres con la entereza y el valor moral de Vaclav Havel. Nuestro pueblo necesita periodistas y maestros que ventilen una atmósfera pública enrarecida por la represión policial, los crímenes y desfalcos. – ¡Ignaz, ya se van esos demonios! ¡Dios mío, tienen escolta y protección oficial en un país que no es el suyo! Praga, República Checa, 1993.

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