MAGINO CORPORÁN
Venció una dura dolencia de toda la vida para
jugar múltiples roles importantes en la sociedad

<STRONG>MAGINO CORPORÁN</STRONG> <BR>Venció una dura dolencia de toda la vida para <BR>jugar múltiples roles importantes en la sociedad

POR ÁNGELA PEÑA
Durante treinta años, Magino Corporán Lorenzo, abogado, educador, escritor, ex militante de izquierda y dirigente sindical, poeta, ha vivido una existencia marcada por el dolor y los complejos de personalidad derivados de una inexplicable afección en la pierna derecha que después de postrarlo sin remedio, desahuciado por la ciencia, lo invalidó  transformando su estatura física y su rostro, avejentado a destiempo por el sufrimiento.

Nació normal en El Pomier, de San Cristóbal, donde “Mamá Inés”, una comadrona famosísima lo trajo al mundo el 19 de agosto de 1954, primero de 13 hijos del matrimonio de Víctor Juan Corporán Corporán y María Lorenzo Reenville.

Creció sano hasta que a los 13 años, mientras se bañaba en La Toma, sintió que su cuerpo antes ligero no podía levantarse: un dolor terrible, indescriptible, le invadió la cabeza del fémur y la ingle hasta el final de su extremidad inferior derecha. Esa noche no pudo acompañar a Félix Melenciano y Reyito Corporán, sus mejores amigos, a la freiduría de Tatica Castillo donde artistas como Rafael Colón y Cuco Valoy entretenían con sus voces a los parroquianos. A partir de ahí comenzó en Magino una tragedia que ha enfrentado con fortaleza, buen humor, trabajo, estudios, servicio, pese a que el dolor ha estado martirizándolo sin tregua.

Había culminado los estudios elementales en la escuela Juan Pablo Pina e iniciaba la secundaria en el liceo Manuel María Valencia, hacía militancia en el movimiento obrero organizando a trabajadores de “La Mina”, de Ramón Vila Piola y era miembro activo del Comité Revolucionario Camilo Torres (Corecato) pero todo quedó abandonado tras la desgracia. Su destino inmediato fue el hospital, sin embargo, le dieron de alta a los pocos días sin ningún alivio, febril, con la pierna alarmantemente inflamada y el dolor destrozándolo. Ante la impotencia de la medicina, la ignorancia conjeturó que en una pisada adquirió “un mal que le echaron a otra persona”.

“El desconcierto de mi familia fue muy grande. Los amigos comenzaron a acercarse a papá sugiriéndole visitar curanderos, haitianos…”. Magino no creía en estos sanadores pero no quería desairar a un progenitor dispuesto a lo que fuera por salvar de la muerte a su criatura. “Me daba ternura su desesperación y le pedí que hiciéramos un trato: todo untado, nada tomado. Entonces aparecieron muchísimas friegas y ungüentos”.

El amoroso y demandado profesional recuerda cada paso de su triste calvario. Está convaleciente de la operación que le practicaron a sus 52 años, siente todavía fuertes dolores pero nada lo detiene en el relato de los pormenores de una existencia que él afrontó con tal filosofía que muchos ni sospechaban su martirio aunque el dolor le torturaba todavía más porque se propuso no tomar analgésicos. Pensaba que podría calmar la pierna, pero dañar otros órganos.

Sin diagnóstico, sin poder levantarse, transido por la enfermedad, la casa de El Pomier era como un velatorio. La comunidad se reunía a acompañar a los afligidos padres, la mamá no albergaba esperanzas hasta que una noche don Víctor soñó que su madre fallecida le aconsejó visitar  una curandera de San Cristóbal y a las seis de la mañana el desconsolado señor estaba tocándole  las puertas.

“Papá era perdido de amor por sus hijos, yo digo que esa señora no era curandera, era una gran fisioterapista, mandó a darme nueve baños con el agua más caliente que pudiera soportar, con muchísimas plantas hervidas y comenzó esa pierna a bajar, comenzamos a verla en su realidad, ya adelgazada, fue un gran respiro, aunque me seguía el dolor”, cuenta Magino, entonces  tan débil como su pierna, pues había perdido el apetito.

Al noveno baño pidió a su hermano Luis (Patico) Corporán que lo bajara a una cobija y lo arrastrara hasta la acera porque ya tenía escaras en la espalda. Luego descubrió que podía acomodarse en una silla, para el baño, aunque la pierna estaba doblada completamente. Posteriormente logró apoyarse en un palito, con las dos manos, pues no había para muletas. Complació a familiares y amigos yendo a cumplir con ellos promesas al Espíritu Santo, Santa María, La Altagracia. En 1973 una tía se lo llevó a La Cumbre para descansar a los padres que habían quedado en situación precaria. Allí no sólo se identificó con los guerrilleros de Caamaño atrapados en el área sino que fue correspondido por una chica y descubrió que podía tener novia. También ascendió a andar con muletas. La pierna, empero, seguía doliendo y torcida.

Enfrentando la realidad

La frustración que provocó en Magino no haber podido salir con amigos de El Pomier que le visitaron hizo que tomara la decisión de viajar a Santo Domingo a un lugar en el que le dijeron había respuesta para su mal: el centro de Rehabilitación.  “Había un señor llamado Andrés que era el evaluador. Se desternilló de la risa cuando me preguntó lo que tenía y le respondí que una brujería”, narra. Su nombre y la historia le hicieron gracioso al personal: “No juegues, Magino”, le decían, aludiendo al famoso cuento de Juan Bosch.

Allí surgieron las hipótesis de que su padecimiento podría ser un polio benigno que aparece en una de cientos de miles de personas, osteomielitis o tuberculosis ósea. Con muletas y adolorido iba al Centro desde el ensanche Espaillat, donde lo acogieron unos amigos, a recibir terapia para fortalecer los músculos, darle tono, pesas, masajes, ejercicios. El doctor Tomás Mejía Feliú, significa, le explicó las razones por las que no era conveniente en ese momento un reemplazo de caderas. Le consiguieron trabajo de sastre para que pudiera pagar el pasaje. Trabajadores sociales y psicólogos le dieron apoyo porque, al evaluarlo, encontraron que estaba muy deprimido. “A esa institución le tengo una gratitud especial de por vida”, expresa.

El doctor Joaquín Luciano, Pochocho, le ayudó a conseguir media beca en el colegio San Pablo cuando él se planteó: “Pierna, yo voy para adelante, no sé tú, yo voy a terminar mi bachillerato contigo o sin ti, si hay que amputarte, allá tú”. Agrega que “entre los complejos y el dolor no sé cual estaba haciéndome más daño, entonces eso terminó con los complejos y comenzó una alianza de tolerancia con el dolor que la pude llevar hasta ahora, 25 de octubre de 2006, cuando se me hizo el reemplazo de cadera, ya no podía más. Ese grito de deseo, ese coraje de seguir avanzando permitió superar situaciones psicológicas muy terribles. Entonces comencé a burlarme de todo, me integré a todos los grupos, cojo, con muletas, con dolores. Una de las ayudas fue colocarme una elevación que compensara la diferencia. Aún así caminaba cojeando, inclinado, seguía con el dolor”.

En esa condición se inscribió en Ciencias Políticas en la UASD; fue mensajero interno en el hospital Luis Eduardo Aybar, operó la fotocopiadora de Ciencias Económicas y Sociales de la Autónoma, subió nueve veces el Pico Duarte, bailaba, reasumió sus compromisos sociales y políticos, participó en escuelas radiofónicas, viajó a ciudades y campos a crear conciencia de justicia en los marginados, se incorporó a clubes y parroquias, fundó asociaciones de discapacitados, escribió poemas. El 29 de diciembre de 1979 casó con Hilda  Celenia Martínez García, madre de sus hijos Federico Ernesto y Paloma Marciel. Álbida, hermana de Hilda, compañera de inquietudes y luchas que conoció en Las Matas de Farfán, es hija, hermana, tía, que ha compartido su drama.

En 1990 se graduó de abogado, administró la cafetería de Rehabilitación y confiesa sin rubor que iba al mercado en “un motorcito” a comprar los frutos. Años después, con los ahorros de un negocio de artesanía, adquirió automóvil. Consultor privado, conferencista, consejero mundial, es socio, miembro, coordinador, fundador, propulsor de infinidad de asociaciones a favor de los discapacitados. Es autor de “La integración ciudadana de las personas con discapacidad: Un reto para la democracia”, que patrocinó la Universidad Madre y Maestra. Profesor de generaciones de bachilleres, preside la Fundación Pro Bienestar de Personas con Discapacidad, participa en Foro Ciudadano, trabaja en el Centro Juan Montalvo, entre otras funciones.

La historia de la operación es tan extensa como el prolongado sufrimiento. El doctor Ramón Camacho le aconsejó que era tiempo para la cirugía. Decidió operarse. Consultó médicos dominicanos y extranjeros. La respuesta: era posible el reemplazo. El oftalmólogo Arnulfo Reyes lo refirió a una amiga  y ella lo conectó con el médico norteamericano David Menhe. “¡Cuánto has sufrido!”, reaccionó al evaluarlo. No sólo la pierna sino la rodilla y el tobillo estaban deformándose. “Andaba con una silla para sentarme cuando no aguantaba”. Sólo su compañera sabía la intensidad de su sufrimiento. No quería apenar a los demás.

“La hipótesis del doctor es que eso provino de un golpe, pudo ser una caída de caballo, jugando béisbol, tirándome en un río”. Diagnóstico: “Artrosis de cadera”. Recibió el reemplazo en el hospital La Esperanza, de Los Alcarrizos. Anda con bastón pero con zapatos comunes. La gente cree que la cirugía fue estética pues su rostro está remozado. “Esa cicatriz, significa, fue una bendición, ahí no hubo humedad, grasa, nada”.

Tiene miles de anécdotas de la intervención, un millón de agradecimientos y una convicción: “En cualquier escenario la vida exige de mucho coraje para vivirla, los que tienen poco coraje se quedan en el camino. Mi afán de evitar medicarme, la risa, el humor, los buenos amigos, la música, los libros, el trabajo, el baile, la ternura de mis hijos, la sexualidad, los encantos de la vida del bosque, los amaneceres y atardeceres, los desahogos de un poema son recursos que me permiten manejar el dolor. Muchas veces estos recursos activan las propias drogas que tiene el organismo para curar”.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas