«Mal ejemplo» de Jorge, «naciones» y caos

«Mal ejemplo» de Jorge, «naciones» y caos

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Este empresario es dueño de un humanitarismo silencioso, discreto y subrepticio. Algunas pistas tenía yo, pero un día, en medio de una saltarina conversación intrascendente alguien mencionó que este empresario había sido el protector financiero de Jorge Martínez Lavandier en su vejez desvalida y enferma.

«Es que Jorgito fue un mal ejemplo para la sociedad» -me dijo irónicamente mi interlocutor- Era un hombre de talento, abogado, político creyente en la decencia…desde jovencito fue dirigente de la Asociación Cristiana de Jóvenes y de los Boy Scouts, activista de la Moralización; con 35 años al servicio del Estado, fue Director General de Aduanas, Director General de Rentas Internas, Administrador General del Banco Agrícola, Director de Recuperaciones e Inversiones del Banco Reservas…y así una vida en posiciones en las cuales…diría que todo el mundo se hace millonario. El se mantuvo percibiendo estrictamente su salario, que como sabes, es siempre escaso por estos países nuestros, donde la corrupción se da por descontada. ¿Cuál fue el mensaje, la enseñanza que involuntariamente dejó?: Que la honradez no paga. Que a esas altas posiciones se va a robar…a «hacerse». ¿No es eso un mal ejemplo para la sociedad?

En un principio quedé perplejo.

¿Es que la honradez es un mal ejemplo? ¿Es que, entre vueltas y revueltas de la historia, la delincuencia se ha hecho admirable? ¿Es por eso que cuando uno ve una película de ladrones que, tras minuciosas preparaciones, roban un banco, no quisiera uno que los atrapen y se regocija cuando los presentan en un avión, en Primera Clase, rumbo al extranjero?

¿Qué nos pasa? ¿Aún a quienes somos incapaces de robarnos una barra de chocolate del supermercado o desfalcar al Estado, y no actuamos por miedo sino por un impedimento interno?

Me temo que nuestros gobiernos, pagando sueldos misérrimos a sus servidores, propician una cultura delincuencial. El salario de ninguno de los funcionarios estatales, desde el barrendero hasta el presidente de la República, pasando por los Secretarios de Estado, los Jefes militares, y los jefecitos, pueden vivir honestamente con su sueldo.

El mismo presidente Fernández ha declarado que, con su salario, si viviera en los Estados Unidos, aplicaría para el Wellfare, la beneficencia o subsidio gubernamental.

Me dirán que no hay dinero para pagar mejor, y yo responderé: ¿Pero sí para dejar que se acabe de entronizar el robo? No voy a caer en la estúpida ingenuidad de pensar que con salarios justos los policías no van a ser cómplices o coáutores de latrocinios y otros crímenes, ni que los funcionarios, altos o bajos, bien pagados, van a mostrar una honradez reluciente y pulcra como la de Martínez Lavandier y algunos otros que se pueden contar con los dedos. Pero estoy seguro de que con retribuciones decentes, no salarios de hambre, los gobiernos pueden exigir una moralidad conductual y llevar ante los tribunales de justicia, debidamente depurados y observados, a quienes delincan.

He leído en El Caribe del pasado domingo un titular aterrador: «NACIONES. Una búsqueda de identidad que lleva a la violencia». Resulta que estos jovencitos que apenas llegan a ser «teenagers», al parecer necesitan pertenecer a un grupo cerrado, privado, secreto y delincuencial en algún nivel, para obtener una identidad. No quieren pertenecer ni ser parte de lo que ven afuera, y digo afuera porque la abrumadora mayoría de lo que en otras épocas era hogar», significando refugio, seguridad y disciplina, se ha desmoronado y ya es sólo un lugar donde, a menos que se esté durmiendo, lo que se vive es carencia, disgusto y soledad en el mejor de los casos, porque padre y madre -si están juntos- están obligados a trabajar todo el día, más aún si es sólo la madre la que mantiene misérrimamente la familia porque el padre, o no consigue trabajo o no lo quiere conseguir, y prefiere vagabundear su miseria. ¿Qué educación doméstica puede existir donde impera el cansancio, la frustración y el decaimiento desesperado?

Resulta que el único orden que encuentran es el que impera en las organizaciones juveniles, delictivas todas aunque unas mucho más que otras. Allí existe una disciplina que indefectiblemente castiga las faltas, ya sea humillando al infractor de algunas regulaciones del grupo, haciéndolo hincar ante un círculo de miembros severos, jovencitos como ellos, o en el caso de NACIONES envueltas en delitos mayores, donde los castigos están en manos de cómplices y directores dueños de algún tipo de alto rango que asegura impunidad, y provee armas y técnicas.

Y la impunidad viene a ser la ambición colectiva. «Yo quiero ser millonario pero sin trabajar». Y es que ven a poderosos delincuentes llegar a barrios desastrados en autos de lujo y constatan el trato respetuoso que éstos reciben de la sociedad.

La distorsión que tal actitud genera, transciende de los hijos del desastre familiar, de las carencias extremas y el mal ejemplo doméstico. Conozco casos de familias amorosas, ecuánimes, concesivas hasta donde permite el buen sentido, atentas de sus hijos, en las cuales, a pesar de las atenciones, resulta imposible combatir la realidad de un desorden descomunal que arropa a la Nación. Sobre todo cuando el castigo familiar se hace tan poco efectivo que se prefiere un diálogo que no conduce a nada.

En las NACIONES no dialogan. Ordenan, pero todo está claro.

En la sociedad no lo está.

Lo primero es que la autoridad estatal debe disciplinarse, hacerse rígida en el cumplimiento de sus deberes con la ciudadanía, rígida en sus demandas de obediencia a las leyes y austerizarse a tono con las realidades del país.

Hay que acabar con las ocultaciones, apañamientos e impunidades. Es costoso políticamente, pero hay que hacerlo para sacar al país de este pantano pestilente.

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