Mala noticia: ¡Jesús está vivo!

Mala noticia: ¡Jesús está vivo!

RAFAEL ACEVEDO
Para los miembros del Sanedrín debió haber sido motivo de gran preocupación escuchar el rumor de que luego de ellos haberlo visto condenar, torturar y luego, crucificar, este hombre estaba aún vivo. Y, peor aún, que había resucitado.  Ya este Jesús les había causado muchos inconvenientes. Les había hecho repasar, y por lo menos a algunos, leer por primera vez las Antiguas Escrituras.

Pero lo más perturbador para estos honorables jueces y sacerdotes era que de este hombre ser quien decía ser y de ser cierto lo que le estaba diciendo a todo el mundo, entonces había que cambiar tantas cosas: sus convicciones y sus convenciones, a las que ya estaban tan acomodados; sus posiciones sociales cimeras, con sus canonjías y privilegios; sus maneras de ver la vida y el modo como cada cual se relacionaba con el mundo y con Dios.

Pero sobre todo tendrían que cambiar sus hábitos cotidianos a una edad en ya no se quiere saber de cambio nada y menos aún a causa de un intruso, un desconocido que vino a perturbar sus vidas ya casi realizadas, con mucho éxito y aclamado acierto, por lo menos a la luz de los estándares y criterios de la época.

Si hay algo a lo que las instituciones y los sistemas de creencias se resisten es a los cambios. Los conjuntos de valores y normas de una organización religiosa suelen ser de los constructos culturales más resistentes al cambio.

Hace apenas unos años, un incrédulo sacerdote canadiense, que estando desahuciado en un hospital para enfermos terminales de Québec, fuera sanado por el poder de Dios a partir de la oración de un par de creyentes; decidió dedicar su sacerdocio a predicar a un Jesucristo vivo, que actúa con infinita misericordia, aquí y ahora, sobre nuestras vidas.

No pocos conocen las dificultades que le trajo al Padre Emiliano Tardiff ese ministerio, ya que muchas gentes en su propia Iglesia no estuvo de acuerdo con el Testimonio de este religioso, al que se les reventaban de feligreses los pequeños templos de Nagua y Pimentel, y que después llenó grandes estadios en lejanos lugares del mundo llevando, creo, Palabra, Salvación y Sanidad de Cristo.

Desde luego, nadie tiene que desconfiar de la vocación de cualquier institución de velar por la verdad y los valores que representa. Pero la dureza de corazón, a menudo mezclada con orgullo, suele ser la causa más común del rechazo que se le opone a este tipo de testimonios, aún entre personas que real o supuestamente sirven al mismo Dios.

Particularmente hay que entender el problema de cualquier institución en el mundo la cual ya logró cristalizar y estructurar el legado de su líder carismático, su mesías, esto es, haber sobrevivido su crisis de transición. Un líder carismático vivo o alguien que dice comunicarse con el, son cosas muy difíciles de reducir, domesticar y manejar para cualquier grupo humano.

Mucha de la resistencia del Hombre de Mundo a las cosas del Espíritu se deben a que la sola aceptación de la existencia de Dios obliga a cualquier ser racional a hacer determinados ajustes de conducta. Si además la persona cree, aunque sea superficialmente, en que ese Dios tiene alguna ingerencia en nuestras vidas, se producen mayores cambios o mayores tensiones internas. En el caso de una persona que se confiesa a sí misma como creyente o prácticante, entonces se produce una tensión permanente y crítica, en la medida en que esa persona se debate entre lo que San Pablo llama el viejo hombre y el nuevo hombre.

Conocemos a muchas personas que han aprendido a confiar demasiado en su riqueza, su fuerza física, o en su belleza, en su apellido o en su inteligencia. Peor aún, hay quienes se confían en su mero orgullo, en falsas concepciones de si mismos. Hay almas empedernidas entre los intelectuales, los hombres de poder y mundanos exitosos. Pero también abundan entre gente modesta, que se enreda en los orgullos más pueriles; porque el orgullo es gratis, reconforta rápido y mucho, y se usa a voluntad en cualquier circunstancia, pero con gran capacidad de distorsionar las propias percepciones de la realidad.

¡Jesús está vivo!

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