Malas prácticas

Malas prácticas

Nuestros partidos políticos, sin excepción, que son el sustento principal de la democracia, viven infestados de prácticas antidemocráticas.

Algunos, inclusive, no sobrevivirían si se viesen obligados a erradicar de sus prácticas internas este vicio que es antítesis y negación de la democracia misma.

En la observación de  las recientes primarias del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), el grupo cívico Participación Ciudadana detectó prácticas clientelistas a boca de urna caracterizadas por abundante y descarada compra y venta de votos.

Pero Participación Ciudadana no ha descubierto la pólvora y esta práctica no es exclusiva del PRSC y ni lo es de los procesos específicos definidos como primarias.

Aún sin pruebas ni evidencias en las manos, la afirmación de que el dinero se impuso es siempre válida tratándose de ejercicios internos de nuestros partidos políticos.

Siempre proyectará una mala imagen de la integridad partidaria el hecho de que a nadie le  ruborice la denuncia de que el dinero fue el vencedor en las primarias de cualquiera de nuestros partidos.

Las expresiones de duda acerca de la pureza de convenciones no asombraron a nadie cuando se formularon respecto de los procesos internos de los partidos Revolucionario Dominicano y de la Liberación Dominicana, y no creemos que ese desdén obedezca a que estemos acostumbrados a la calumnia, sino más bien a  que hemos sido asiduos a las malas prácticas partidarias.

La costumbre hace ley, se dice.

II

Pero las malas prácticas no se limitan a la búsqueda de candidaturas sobre la base de la compra de conciencias. En un desborde de sinceridad que no ha sido virtud de otros políticos, el candidato electo por el PRSC ha dicho que continuará su práctica de clientelismo y dádivas.

 Una democracia cuyos medios de sustentación la aderezan con estos insumos no puede ser jamás confiable e idónea.

El hecho mismo de que los partidos políticos sean los principales opositores al establecimiento de pautas sobre sus conductas, nos da una idea muy clara de lo que se prefiere y cuece.

 Una ley de partidos elaborada con altura ética prohibiría estos clientelismos que se confiesan y pregonan, que se practican a boca de urna y que, a fuerza de  tanto repetirse, no excitan la capacidad de asombro de nadie.

 De ahí que los amos de las malas prácticas en los partidos políticos le teman, como el diablo a la cruz, a cualquier instrumento legal que aspire a meterlos en cintura, que inutilice su capacidad de compra de conciencias y haga valer los principios de moralidad, que invalide el clientelismo.

Nadie, ni siquiera los organismos rectores de los actos de la democracia, se atreven a chistar cuando se denuncia que el dinero medió entre el fracaso y el triunfo en una competencia por cuotas de poder o representación.

Un régimen que se cueza en estos aderezos podría tener cualquier otra clasificación, que no la de democracia representativa, cuyas premisas medulares se derivan de la convicción ante el peso de los liderazgos, no de los haberes y teneres de los actores que se disputan las cuotas de poder.

No estamos hablando de malas prácticas de ahora, sino de las mismas que han caracterizado el ejercicio político desde que empezamos a ensayar lo que nos ha dado por definir como democracia. Hagamos que las malas prácticas nos ruboricen y exciten nuestra capacidad de asombro y respuesta.

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