POR JULIO CÉSAR CASTAÑOS GUZMÁN
Frente al caso de responsabilidad civil originado por el hecho de un burro que mordió a una niña, nuestra Suprema Corte de Justicia (B.J. 892.788), en fecha 27 de marzo de 1985, haciendo una correcta interpretación de la ley dictó una sentencia mediante la cual anuló una decisión evacuada por un tribunal inferior (la Cámara Penal del Juzgado de Primera Instancia de San Cristóbal, en fecha 17 de enero de 1984) que haciendo una mala interpretación del Art. 89 de la Ley de Policía, asimiló a los burros con los animales dañinos que están indicados en esa disposición legal, cuando establece que:
Serán considerados animales dañinos y por consiguiente sujeto a que cualquiera pueda matarlos, los perros y gatos monteses o jíbaros, y los perros y gatos mansos cuando entren a las siembras a comerse el maíz u otros frutos o a matar en terreno ajeno los animales domésticos y sus crías.
Nuestro más alto Tribunal en la indicada decisión dispuso expresamente:
Considerando, que según resulta de lo antes expuesto, la Cámara a-qua decidió que el burro es un animal dañino por la sola circunstancia de que haya mordido a una persona, sin advertir que ese hecho no está sancionado penalmente por ninguna ley; que, por tanto, la sentencia impugnada debe ser casada en ese aspecto, sin envío…
Y, en otros aspectos, anuló la sentencia indicada además, porque decidió que aún cuando en la especie el burro había mordido una menor, no procedía la indemnización dispuesta a favor del padre de la menor indicada, ya que, el animal en cuestión se encontraba precisamente bajo el cuidado de dicho padre al momento que se produjeron los hechos, situación que de haber sido debidamente ponderada habría conducido necesariamente, a darle al caso una solución distinta.
De tremenda afrenta se libraron los burros por la intervención oportuna de la Suprema Corte de Justicia como Corte de Casación, ya que, de haber sido estimados como dañinos cualquiera podría matarlos impunemente en las circunstancias en que establece la Ley de Policía. Lo cual equivaldría a una gran injusticia al pagar justos por pecadores.
Ciertamente que los burros son famosos por dar tremendas mordidas. A un compañero de tragos de mi tío, el doctor César Guzmán, de nombre Hilario, le faltaba uno de los dedos de la mano, específicamente el anular. Siempre repetía con una gran risotada macabra que un burro fastidiado por las maldades que él le hacía se lo había arrancado de cuajo de un solo mordisco.
Y en el salado albino de Palmar de Ocoa, más conocido como el albinal, la manada de burros salvajes que pastan entre las guazábaras y los cayucos en la época en que el desierto salino no está lleno de agua, han perseguido con patadas y mordidas a más de un inadvertido visitante, en defensa de este territorio inhóspito, pero que es tan de ellos, y en el que se desempeñan tan a sus anchas.
Cuenta Emenegilda Almánzar, que justamente una de las experiencias más terribles de su juventud fue lidiar un burro que había perdido la compostura ante la presencia incitante de una borrica en su punto, de una burrita sabanera a punto de caramelo, y que para deshacerse de Emenegilda que lo montaba a la jineta, comenzó a girar violentamente sobre sí mismo como en un espiral, al momento de que le mordía un pie. Y para su suerte varios hombres vinieron en su auxilio, desmontándola, hasta que el animal fue dominado finalmente a garrotazos.
Dejando de lado por el momento las dentelladas, y pasando a otro tipo de comportamiento, nos referiremos al simpático caso que fue fallado por un Tribunal del Distrito Judicial de Santiago, conforme al testimonio autorizado de Don Julio Genaro Campillo, de dos jumentos que fueron juzgados y sentenciados a distintas indemnizaciones a pagar por sus respectivos dueños, todo porque entraron a gran velocidad en una tienda de la calle Del Sol, produciendo incontables daños y un grandísimo estropicio en la vitrina del establecimiento y en la mercancía. Y el criterio del discernimiento jurídico utilizado por el Tribunal para calificar la gravedad de las culpas fue: que la burra entró en cuatro patas y el burro en dos.
El rebuzno como desahogo vocal de los jumentos es francamente desagradable. Pero al mismo tiempo, el rebuzno es un canto territorial, una proclamación de la presencia borrical. Es una voz disonante que establece los linderos para el ejercicio de un protoderecho natural. Un aviso a los demás asnos por aquello de que no hay un solo burro en la sabana. Es también, concomitantemente, un llamado a las asnas de que llegó él a servirlas, a pasarlas en buen combate por la eficacia de sus armas. De acuerdo con no pocos entendidos es equivalente a un clarín sabanero, un toque sostenido que llama a formación, y anuncia en el orden natural que debe izarse el estandarte masculino.
Cuando el burro despereza el falo estirándolo hasta el final termina golpeándose el pecho; y algunos con sorna suelen comentar que al momento de iniciar su apresto brutal, se arrepiente el borrico de lo que está pensando, pero más puede el deseo que la gráfica muestra de alguna compunción, que es finalmente arrollada por el reclamo viril de su propia naturaleza.
Su olfato le dice que el celo asoma en una hembra, y él impulsado por las urgencias del llamado de su instinto no tiene reparos en que debe defender la perpetuación de los de su especie. Entonces se arma caballero, y desenvaina su espada, que le viene a ser tan útil en este desenlace de vida.
Se bate entonces florete en pezuña contra la propia indiferencia de su contraparte, que muchas veces lo recibe entre resabios y coces; y después de algunos lances, quites, uno que otro suspiro y pujos, muchos pujos, propina un mandoble contundente y, touché. Hasta que finalmente se alivia el borrico porque descarga el peso que lleva dentro, y cumple como buen caballero el encargo apremiante de sus hormonas, retadas por la incitación elemental de las feromonas de su hembra.
Al buen observador de los devaneos jumentiles no escapará el hecho cierto de que no pocas veces es la burra que en celo procura el favor del semental; y se emplea a fondo con toda la eficacia de la hembra que desea ser servida, aunque el macho esté lento. Y a tales fines, levanta el rabo (y se pregunta uno, ¿para qué será que lo levanta?), alarga la cara y echa las orejas hacia atrás, dejando ver de perfil como si fuera una sonrisa, mientras se deshace en morisquetas dando curvazos insinuantes.
Cuentan que en algunas despedidas de solteras se hacía alusión, como una advertencia a las que se iban quedando jamonas, que cierto asno celestial, de nombre Longino (o Longinus), les tendría alguna cuenta pendiente a aquellas que osaran quedarse sin probar del gusto del ayuntamiento carnal normal con algún mancebo que fuera de su buen querer y complacencia. Y lo representaban, entre risotadas, con una figura de cartón de tamaño apreciable en la que aparecía este personaje, real o supuesto; pero muy bien dotado.
Por otra parte, Gabriel García Márquez se refirió en su novela Cien años de soledad a la zoomanía o bestialismo practicado en Macondo por un sacristán que habitualmente desfogaba sus necesidades, cuando estaba rijoso, sacrificando una burra auxiliado de un banquito. Viéndolo todo el pueblo, tomar a prima tarde por el mismo camino que le conducía a la complacencia brutal de sus deseos, y que venía a ser tan desconcertante, tirando de la burra por la jáquima con el escalón en la mano.
En mi ejercicio profesional como abogado me tocó hace unos años, precisamente en San Cristóbal, hacer de defensor ante el Juzgado de Paz de ese Distrito Judicial, del dueño de una mula encausado porque ésta le propinó una golpiza a patadas a una yegua de paso fino de gran valor, que días después murió a consecuencia de los golpes. Todo porque el fino animal se introdujo desde un predio vecino aprovechando el descuido de sus propietarios hasta el corral donde pernoctaba la mula. Los dueños de la yegua aspiraban una indemnización por los daños y perjuicios experimentados. La exitosa defensa de la mula que obtuvo el descargo del dueño se basó en que ésta se encontraba en su casa, y que la intrusa había transgredido el más elemental sentido del territorio. Elemento jurídico éste muy tenido en cuenta por la Ley de Policía y por las disposiciones del Código Penal referentes al delito de dejar vagar animales; o al hecho eventual de darles muerte a los mismos, ya sea cuando están en la casa del propietario o deambulando fuera de ese lugar.
El ascenso al Pico Duarte, salvo que se sea un atlético alpinista suele hacerse a lomos de mulas, ya porque el montañista se sirva de la montura como jinete, ya porque subiendo a pie carguen los animales con el equipo y las provisiones. Pero mientras ascienden calladas y sin quejarse las acémilas que van siendo arreadas aprovechan que por el desnivella cara del explorador que viene detrás quede en el ámbito propicio para descargarle una soberbia ventosidad no pocas veces ametrallante, todo esto con las consabidas contrariedades fétidas del metano impulsado violentamente por el esfuerzo mudo. Estos percances han sido apreciados por algunos como un justificado desquite que salpica de… humor la subida.
Pues bien querido lector, no sufras, no te preocupes, porque independientemente de este memorial de malicias con que hemos llenado este capítulo, los burros que son malucos, muy malucos, seguirán teniendo quien los defienda, y quien se sirva de ellos. Y para que te sanes de todo lo que hemos dicho te invito a que te solaces leyendo el relato que conforma la próxima entrega.