Malos hábitos

Malos hábitos

Si algo preocupa de esta sociedad no es el crimen, la delincuencia, la corrupción o el negocio de los narcóticos, sino el hecho de que todos estos males parecen  formar parte de nuestra rutina de vida.

Desde que fue desmantelada la tiranía de Rafael Trujillo hemos hablado mucho de la corrupción administrativa en perjuicio de los bienes del Estado, pero contra esa conducta hemos hecho tan poco que bastarían los dedos de las manos para contar los condenados por mal manejo del erario.

El concepto corrupción ha pasado a formar parte de las artes o artimañas de la política, como medio de ofensiva para pretender acorralar al contrincante. De ahí a formalizar pruebas sobre imputaciones, con vocación de que los autores paguen ante la ley, hay un enorme trecho.

Está pasando algo similar con el microtráfico de drogas. Hace poco las autoridades cuantificaban en unos veinte mil y tantos los puntos de detalle y distribución de drogas que operan en el país.

No hemos oído, sin embargo, ningún balance sobre puntos clausurados con todas las consecuencias legales y judiciales que esto implicaría.

Ya la gente convive con ese mal y no se hace lo suficiente para contrarrestarlo, a pesar de que el hilo de los puntos de venta podría permitir llegar hasta los grandes distribuidores y traficantes que los surten.

-II-

Está ocurriendo también que la gente se está acostumbrando a la violencia y la delincuencia.

Parece ser cosa de rutina el hecho de que en tal o cual esquina atracan, arrebatan prendas o celulares o matan para saquear a las víctimas.

Nadie parece en ánimo de rebelarse contra la imposición de este estado de inseguridad, como se ha hecho para otras causas. La gente se está dejando quitar los espacios y ha tenido que cambiar sus hábitos de diversión, y parece resignada a coexistir con eso.

Ya los riesgos sociales no son propiamente la delincuencia, la criminalidad, la corrupción, la venta de drogas al menudeo y otros males sociales, sino el hecho de que la gente se ha ido haciendo sumisa a ese estado de cosas, despojándose hasta de la capacidad de asombro y de esa rebeldía innata que obliga a rechazar lo intolerable.

En los barrios, en vez de una actitud firme de rechazo, la gente se convierte en cómplice silente de los bandoleros, vendedores de drogas o jefes de asociaciones criminales. Temen decir, temen acusar, temen denunciar y, en esencia, su temor los vuelve cómplices a la vez que culpables de su propia inseguridad.

Definitivamente hay que temer, pero no de la delincuencia, la criminalidad, la corrupción o la venta de drogas, sino al hecho de acostumbrarnos a coexistir con esos males y adaptarnos a que nos roben los espacios sociales y vitales.

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