¡Mambo! ¡Ese muerto es de nosotros!

¡Mambo! ¡Ese muerto es de nosotros!

LEILA ROLDÁN
Por su cojera, había llegado muy despacio hasta el cadáver de su hijo; el sonido del yeso golpeando el piso fue acallando las voces y, con el padre frente al ataúd, el silencio fue total. «Esta fue la última mala noche que tu madre y yo pasamos por ti», le dijo el padre, levantando mucho la voz, «nunca quisiste trabajar y lo que te pasó, te pasó por no hacerme caso; aunque sea por una sola vez se va a hacer como yo digo, a ti te vamos a enterrar hoy a las cuatro», y dio la espalda. Entonces los muchachos protestaron. «¡Mambo! ¡Ese muerto es de nosotros!», gritaron, y sobre una camioneta estacionada hicieron sonar dos grandes bocinas con música para bailar. Del colmado empezaron a salir cervezas frías, de las mismas que antes bebía el muerto.  

Algunas personas del vecindario no participaron en la vela de ese paladín del barrio. Tenían miedo de los disparos al aire y del alboroto prepotente de los guapos cuando se emborrachaban. Esas personas, que habían visto honores póstumos similares otras veces, cerraron sus puertas y ventanas hasta que terminara esa multitudinaria manifestación de solidaridad. Pero eran las menos. La celebración estaba llena de hombres y mujeres del lugar.

En el colmado donde se había organizado la ceremonia fúnebre, entre trago y «perreo» las hazañas del difunto eran la conversación normal. Los relatos sobre el origen de sus muchas cicatrices lo retrataban como el campeón de las riñas de los suburbios. La devoción de sus amigos lo describía como un héroe, defensor de los más flojos. Los obsequios que las mujeres depositaban junto a su cuerpo lo delataban como un macho curtido. Flores, crucifijos y hasta lentes de sol cubrían la frialdad de su piel. En susurros se opinó que manejaba dinero gracias a sus contactos en puntos contiguos. Nadie mencionó su incriminación en la herida de bala, no bien curada aún, en la pierna de su papá.

Al llegar la hora señalada, y aunque el velorio estaba en sus buenas, ninguno se atrevió a contradecir la voluntad del padre. Muchos se disputaron el trabajo de cargar la caja, algunos, incluso, sin soltar la botella. Aparecieron las guaguas y, luego de un bullicioso desfile por los callejones, enrumbaron hacia el cementerio. Los padres no pudieron más que observar a distancia el espectáculo, ella llorosa, él con los ojos secos y la expresión sombría. El barrio enterraba al hijo que administró a su antojo los mayores disgustos familiares.

Al día siguiente una vecina, tal vez la misma que el día anterior apartó contrariada la cruz del pecho endurecido, contó al padre su sueño: el muerto estaba al revés. De vuelta al cementerio, tuvo que dar muchas explicaciones a las autoridades, como muchas veces hizo en la vida de su hijo, para obtener el permiso de levantar la lápida. Gastó los últimos miles de pesos que su humilde negocio le había dejado en la operación de enderezar el ataúd.

La prensa no se enteró. Los muertos notorios de otros sectores ocuparon primeras planas por sus también extraordinarias exequias. Algunos comentaristas matutinos recordaron los funerales de varios dictadores del pasado, cuya inhumación se acompañaba de desfiles multitudinarios y fastuosos honores, mientras otros trataban de elaborar análisis sociológicos de los nuevos «antivalores» barriales. Hasta en Internet se discutió la necesidad de enfocar los novedosos enterramientos con mayor seriedad intelectual y sin doble moral.

Mientras tanto, otros muertos eran enterrados por sus deudos con lágrimas en los ojos, sin tiros ni cervezas, bajo el murmullo de una oración silenciosa. Pero esos no eran los muertos populares, esos eran, simplemente, los muertos anónimos de una vida más discreta.

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