Nunca traté en vida a Manolo Tavares Justo, a pesar de tener amigos comunes. Atraído por el carisma y la recia personalidad de Juan Bosch, muy cercano a mi familia, su figura altiva me arrastró. También Manolo tenía grandes atractivos: de pecho erguido, soberbio en su intransigencia, su dilatado horizonte revolucionario, sus escarpadas montañas, me mantuvo distante. No estaba poseído de esa fiebre contagiosa de mi generación, producto de un conjunto de circunstancias históricas que consideraba la revolución dominicana al doblar de la esquina, inspirada en el fenómeno Fidel Castro. Por mucho que me simpatizara, no estaba hecho de ese material sublime, de héroes y mártires, dispuestos a arriesgarlo todo, dar la vida si es preciso por un ideal: Dulce y decoroso es morir por la patria.
La expedición del 14 de junio fue un acontecimiento trastornador, el de mayor impacto nacional del Siglo XX. Llegaron llenos de patriotismo enamorados de un puro ideal y con su noble sangre encendieron la llama augusta de la libertad. A todos nos tomó por asalto; menos a Trujillo, que la esperaba. Supe de ella por la noticia de la muerte a mansalva de los expedicionarios y de Guillermo, hijo de Don Augustico Sánchez, abuelo de mi compañero de estudio, Jesús María Hernández Sánchez, padre de Roberto y Papito, de Virginia, Nora y Lalin Sánchez Sanlley, sus hermanos, familia honorable a la que me había vinculado estrechamente.
Cuando nace el 1J4 como movimiento clandestino, inspirado por Minerva y Manolo para redimir los ideales de aquellos aguerridos luchadores por la libertad y la redención de su pueblo, yo me encontraba en otra galaxia, con la bandera blanca, el borrón y cuenta nueva, militando en el Partido de la Esperanza de Bosch, de Miolán, donde emergiera de su negritud, por su extraordinario talento, mi condiscípulo amigo de aula universitaria, a quien Bosch le dedicara su libro Crisis de una Democracia con estas palabras: A José Francisco Peña Gómez, y en él a la juventud del pueblo, semilla de esperanza de la tierra dominicana.
La vida de Manolo, su integridad, su valor, su coraje, su estoicismo, su sacrificio, su dolor, su lucha revolucionaria y la de sus compañeros caídos, los torturados y sobrevivientes que han sabido enhestar y mantener con altivez, la llama augusta de la libertad, del patriotismo, me quedaba grande, lo confieso. Cuando ocurrió el asesinato de Manolo, en las montañas de Quisqueya, y el sacrificio de valiosos compañeros, supe con certeza dónde anidaba la dignidad y la semilla redentora de nuestro pueblo. Muerto su líder, desacreditado el foquismo como única vía, preñado de innobles ambiciones y luchas internas, el partido verde y negro, dividido, se desintegraría.
Quedaría su mística. La memoria imperecedera de sus héroes y de sus mártires, de su heroísmo, más allá de la vida y de la muerte, recogidas en la pluma doliente de Rafael Chaljub y de cientos de compañeros de lucha que le acompañaron en la puesta en circulación de su último libro, con una magnífica presentación de Colombo: Manolo, 50 años después, venerando su memoria, enamorados de un puro ideal