DIÓGENES CÉSPEDES
Antes de escribir su novela «Manolo», la cual le tomó más de dos años, Edwin Disla leyó casi toda la teoría que se necesita para incursionar en el género en su vertiente histórica: Walter Scott, Dumas, Tolstoi, Lukacs…
¿Por qué quienes escribimos ficción estamos obligados a ser casi historiadores y quienes escriben gruesos libros acerca de temas históricos son sordos a la literatura? Para los historiadores, la literatura es un adorno identificado con la fantasía, cuando no con la mentira. Así la usaban Rodríguez Demorizi y los demás historiadores trujillistas curtidos en la teoría positivista de la literatura. Su función era instrumental: corroborar un dato, pero con la desconfianza. En cambio, quienes escribimos ficción navegamos en el discurso de los historiadores a nuestras anchas. Sabemos de antemano que lo que nos brindan es el cascarón de lo que sucedió, auxiliados siempre por gráficos, datos estadísticos intimidantes, el fetichismo de las fechas y el estereotipo metodológico común a todos: la búsqueda de la verdad y la objetividad.
Para el literato, no hay verdad ni objetividad en ningún tipo de discurso. Lo único que existe son puntos de vista, lo múltiple, la subjetividad total. Cuando el historiador se construya la misma teoría del sujeto y el poema, habrá entonces un diálogo libre entre historia y literatura puesto que ambas disciplinas implican, sin disolución posible, la teoría del lenguaje y el signo. Verán entonces los historiadores que no existe identidad entre los hechos y las palabras que los narran, ni hay ausencia entre estos, sino relación, en virtud del sentido.
Edwin Disla ha hecho esto en su novela. Transcribir más de 15 mil páginas de entrevistas sobre ese breve período que va de 1959 a 1963 y comprimir en 640 páginas, no la historia del 14 de Junio, sino ofrecer al lector los sentidos contradictorios de los discursos de los personajes reales o ficticios que contribuyeron al más grande fracaso de la izquierda dominicana. Ni los historiadores que han tratado el tema ni los protagonistas que quedaron vivos luego de aquel desastre han aportado respuestas dialécticas. Lo único que conocemos son relatos, testimonios y memorias edificantes o heroicas. Pero no el entramado de lo que sucedió. La novela de Disla ofrece ese entramado y las respuestas sobre aquel gran fracaso del cual no se levantará de aquí a un siglo la revolución, no ya socialista como la soñaron los catorcistas en armas en 1963, sino los burgueses dominicanos incapaces de fundar un Estado nacional.
Antes de proseguir con la novela de Disla, para que se vea cómo los escritores no prescindimos de la historia, cito el discurso de Andrés L. Mateo al ingresar a la Academia Dominicana de la Lengua («Boletín 17», diciembre de 2003, «El habla de los historiadores», p. 123) donde relata una clase de Camila Henríquez Ureña en La Habana, extraída de «La divina comedia» y el «cuadro patético que pinta Dante «de la Italia de güelfos y gibelinos. Toda Florencia conocía el caso del conde Hugolino, encerrado junto a sus hijos hasta su total extinción en la torre de un viejo palacio.»
El relato de Andrés busca establecer la diferencia entre historia y literatura: «Se trataba de un acontecimiento que los historiadores registraban con minuciosidad, como parte de esa larga lucha que el pueblo italiano libró para forjar los caracteres del Estado nacional. Pero las crónicas históricas no podían decir qué ocurrió allí dentro después que los carceleros tapiaron la puerta. La historia se detenía en las puertas mismas del desenlace, y sólo después que Dante escribiera la historia ficticia del infierno, la imaginación contaría a los italianos los sinsabores del conde Hugolino, condenado eternamente a morder la cabeza de sus hijos en el infierno, porque en la desesperación del encierro, mirándoles caer uno a uno, había comido de sus carnes para sobrevivir él mismo un poco más de tiempo.»
La lección de Camila radicaba, dice Mateo, en enseñar a los estudiantes los límites entre el discurso del historiador y el discurso del escritor y las relaciones que vinculan a ambos: «A la historia le era imposible atravesar esa puerta cerrada. La historia no puede sino clausurarse a sí misma en el instante en que los verdugos condenaron la puerta para que el conde Hugolino muriera junto a sus hijos. Hasta ahí llega el dato, más allá de esa puerta cerrada nada ocurrirá para el historiador. La literatura, en cambio, para inyectar en lo real la dimensión de la ficción desbordada, tenía que derribarla.»
Eso es lo que hace Disla en su novela «Manolo», derribar la puerta cerrada de la historia para ver qué pasó dentro del cerebro de todos los que idearon el más grande fracaso histórico de la izquierda dominicana.