Manuel Rueda
Presentación en su honor del nuevo tomo de la Colección “Premios Nacionales de Literatura”

<STRONG>Manuel Rueda</STRONG><BR>Presentación en su honor del nuevo tomo de la Colección “Premios Nacionales de Literatura”

POR SOLEDAD ALVAREZ
La Fundación Corripio ha reunido, en su colección Premio Nacional de Literatura, relatos y poemas de quien es, sin dudas, figura señera en la cultura dominicana del Siglo XX, no sólo por su excepcional versatilidad, expresión de un talento y una creatividad proteicos, sino también por el resplandor estético de su obra, cincelada con la fuerza de las ideas y el profundo conocimiento del lenguaje artístico.

Manuel Rueda músico, Manuel Rueda poeta, dramaturgo, crítico y ensayista, investigador del folklore, animador de la cultura, maestro. Necesariamente multiplicada su compulsión creadora y una curiosidad insaciable que lo llevó a observar y analizar cuanto le rodeaba, haciendo caso omiso de linajes o pre establecidas importancias. De ahí que le interesaran tanto los asuntos más simples de la vida cotidiana como los temas más abstractos y especializados. Podía dedicar un tiempo precioso a la culinaria, disfrutando y anticipando mezclas y sabores, para saltar después a una monografía sobre artes plásticas o a un tratado sobre Historia, disciplina a la que acudía tanto para la consulta del dato puntual como para completar la visión de un autor o de una época determinada. Esa voracidad rezuma en los textos que a modo de editorial publicó durante más de dos décadas en el suplemento cultural Isla Abierta, del periódico Hoy, en los cuales encontramos sus agudas opiniones sobre la música, el arte, y la literatura, sin desechar acontecimientos y signos de la vida política y social, siempre guiado por el buen gusto y por una visión crítica y a la vez comprensiva de la actualidad.

Investigador acucioso de la cultura popular dominicana, de costumbres y creencias que atesoraba junto a sus recuerdos de provincia como bálsamo frente a la pérdida de la tradición en los tiempos de la post-modernidad, podía repetir canciones y trabalenguas, refranes y ensalmos ya olvidados, todo el compendio de la sabiduría popular al que sumaba un profundo conocimiento del hombre dominicano, de sus miserias y sus virtudes, de sus dolores y esperanzas.. Y es que si Rueda fue, por excelencia, el intelectual que habita en el mundo de las ideas y la alta cultura, el gran lector de la literatura universal y la literatura dominicana, también fue un observador acucioso y un intérprete de la realidad y la condición humana. Podría parecer contradictorio ese deseo de conocer y de abarcarlo todo, ese estar en el mundo y ese ir hacia fuera a la par que la inmersión en las profundidas del ser y la búsqueda de un sentido que atraviese las apariencias para llegar a la esencia de las cosas. Pero es justamente la dinámica de los contrarios expansión-introyección la que enriquece su obra y la que le permite asumir su apuesta fundamental: expresar, con el fulgor de la palabra y su capacidad simbólica, la realidad humana, que abarca no sólo el mundo objetivo sino también los misterios de la subjetividad. De ahí que el concepto de unidad sea rector de la obra poética y narrativa de Rueda, donde encontramos, amalgamados, el vuelo de la imaginación y el enraizamiento en la tierra, el lirismo y la representación de la vida, la prosa y la poesía. El famoso espejo de Stendhal, con el que se pasea el narrador en busca de aprehender detalles y matices de lo que le circunda, es también el espejo donde el poeta se mira para enfrentarse a sí mismo y a su soledad. Pero hay que decir que esta simbiosis no es frecuente, como no es frecuente encontrar aunados, en un escritor, el pensamiento poètico y el arte de la narración, tradicionalmente entendidos como dos sistemas opuestos.

La edición que hace la Fundación Corripio de la obra literaria de Manuel Rueda nos permite apreciar la unidad orgánica entre la vasta obra poética y la narrativa de este autor; los vasos comunicantes entre las diferentes etapas creativas y entre unos y otros textos, aun en los de forma clásica o en los de la más radical experimentación formal. Desde Las noches, su primer poemario publicado en 1949, hasta Las edades del viento (1979); desde La criatura terrestre (1963), y Por los mares de la dama (1976) hasta Congregación del cuerpo único(1989) y La metamorfosis de Makandal, libro por el que mereció el Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes en el año 1999, incluyendo su obra narrativa Papeles de Sara y otros relatos (1985) y Bienvenida y la noche (1994), similares temas y motivos, significados y figuraciones, procedimientos, imágenes y símbolos comunes. Y en cada texto el impecable andamiaje verbal, la máxima explotación de las propiedades estéticas de la palabra para trascender el significante y llegar al lenguaje como morada del Ser. 

José Alcántara Almánzar, el más autorizado crítico de la obra de Rueda, y su entrañable amigo, a quien debemos tanto la selección poética como los excelentes ensayos preliminares del tomo que hoy ponemos en circulación, ha advertido, con su habitual agudeza, la existencia de estos vasos comunicantes, y al referirse a La metamorfosis de Makandal afirma lo siguiente: “Poema de todos los poemas, libro que resume todos los libros del escritor, en el que se compendian sus preocupaciones y experiencias vitales y estéticas”, señalamiento que ilumina la lectura y que permite avanzar en el análisis de la unidad que caracteriza toda la obra del autor. Porque si La metamorfosis de Makandal es, ciertamente, “el libro que resume todos los libros del escritor”, todos los libros anteriores, y en particular La criatura terrestre, prefiguran la espléndida aventura de Makandal. Porque siendo siendo este poema una obra de consagración, un texto escrito al término de medio siglo de las más diversas experiencias y registros poéticos, sus similitudes con La criatura terrestre sugieren que el poeta, fiel a su búsqueda de la esencia originaria, ha regresado al comienzo, a la fuente de donde mana su poesía, a la noche oscura del mito y de los miedos, al pueblo de la infancia y a los caminos empobrecidos de su tierra, donde marchan solos hombre y mujeres sin esperanza. Viaje al fondo de sí mismo mismo con la única fuerza de la palabra desnuda de accesorios y artificios. Vuelta a los orígenes, como el niño, que en “La criatura terrestre” regresa al útero materno; del Cristóforo Colombo de “A la luz de las crónicas”, que viaja al primer día de la creación cuando nombra por primera vez el mundo recién descubierto. Podríamos aventurarnos y decir que con Makandal, la última obra publicada por el autor y con la que termina la selección poética de este tomo, se cierra el círculo iniciado con Las noches y La criatura terrestre. Y creo no fallar en el recuerdo, si afirmo que así lo intuía el poeta, quien, vencidos los primeros reparos, y a pesar de los achaques y los males físicos crecientes en los últimos años de su vida, se dedicó con entusiasmo a dar los toques finales al poema. Después de Las metamorfosis de Makandal vendrían los versos de despedida de Luz no usada, de gran serenidad y desasimiento, y en otro tono y con otras presencias, aunque de igual coherencia con toda su obra, libro que fue publicado el pasado año por la Fundación Corripio con motivo del octogésimo cuarto aniversario del nacimiento de Manuel.

Podemos constatar la rotunda redondez de esta obra indivisa, que apuntamos a través de la imagen del círculo que se cierra en Las Metamorfosis, tan pronto abrimos el tomo que hoy ponemos en circulación: en el primer verso que encontramos del primer soneto de Las noches el poeta se autodefine: “Urdido soy noche y de deseo”, afirmación programática de toda su poesía, y que aunque expresada en época tan temprana muy bien podíamos atribuir a Makandal, “el brujo mandinga escrutador del celaje de los muertos”, el violador de doncella, habitante de la noche y depositario de todos los misterios; y que también puede ser aplicada a la muchacha inválida de los “Papeles de Sara”, atrapada en los enigmas oscuros del deseo, los cuales no puede comprender pero en los que encuentra la clave para su liberación. Noche. Oscuridad, misterio, sueño, onirismo vinculado al ámbito del incosciente, de lo irracional. Y en contraposición el término deseo y sus correspondientes: sensualidad, pasión, agonía, apetito, energía incontrolable que hala hacia la tierra pero que también puede impulsarnos hacia el cielo en su connotación de anhelo nunca satisfecho. Como en los poemas “Materia del amor”, de Por los mares de la dama, y en Congregación del Cuerpo Unico, uno de los momentos más altos en la búsqueda de esa unidad a la que hemos hecho referencia. Congregación desde el deseo, desde el cuerpo fragmentado que se hace uno en el encuentro erótico pero también en la persecuciòn de su trascendencia. Detengámonos en este libro de alta intensidad emocional, el sexto en el género poético publicado por el autor, en sus poemas incandescentes, sobresaltados y catárticos de la fuerza convulsiva del deseo y de esos demonios interiores que han perseguido al poeta desde sus primeros años, desde aquellos versos de “La criatura terrestre”, en los que el adolescente se encuentra cara a cara con los reclamos de la carne: “Deseos que eran cúmulos / disueltos en premuras, en altivas urgencias desdeñosas del momento. / Nubes arriba, en fuga, y en el cuerpo/ perennidades, luchas, disolvencias,/ besos que van a ser, no son y mueren.” Ese deseo que en Congregación del cuerpo único alcanza su climax “en la carne enroscada con la carne/ donde pugnan fragmentos adorados/ rostros que se han volteado para verme/ pasar/ rota imagen del mundo/ hecha del maridaje de dos ojos que inquieren/ torso que no es de nadie/ y que no relaciono con un todo.” Porque para el hombre, criatura terrestre que necesita del aire y del espíritu para ser y para vivir, el deseo apegado a la carne es enajenación, aniquilación, perdida de la identidad, yugo, esclavitud. “Me da miedo el rostro de mi compañero./ Un rostro hecho de todos los rostros/ y sin embargo es Nadie./ Angustia y muerte hay en él/ más hélo aquí sardónico/ mostrándome unos ojos que fueron/ insistiendo en argucias por las que fui/ vencido.” Y es que el cuerpo sin rostro, es decir, sin el perfil humano, sin el alma que lo completa es un obstáculo para el encuentro erótico, que vá más allá de la ceremonia primordial de ayuntamiento: reconciliación de los contrarios yo-tu; muerte-vida; vía de conocimiento y otro de los caminos hacia la unidad con lo sagrado.

El cuerpo, otra constante en la poesía de Rueda. El cuerpo frágil, limitado, impuro, el cuerpo que envejece y muere. El cuerpo con sus partes singulares, sus grutas, costas y mares, reconocido en el poema “A mi cuerpo” de Las edades del viento, y el que hay que cuidar en ceremonias cotidianas que son llevadas a la página con una ironía no exenta de ternura, en poemas como “El enigma”, de Las edades del viento; y “Ritos cotidianos” de Congregación del cuerpo único. Carnalidad descarnada en el relato “Laura en sábado”, y doliente en “Los papeles de Sara”. Pero también el cuerpo puro, sobre todo en su desnudez y en el auténtico encuentro erótico: – “tú no sabes lo puro que es un cuerpo / cuando las manos precisas lo tocan/ Agonizar así no es más que nacimiento.” dice en el poema “Momento del amor”, de Las edades del viento. Y en Congregación del cuerpo único, ese “Cuerpo negado” que es alma, y al que sólo puede dar en compensación “Cincuenta años/ de huesos adoloridos/ y carnes marchitas”. Ningún poeta dominicano como Rueda para desplegar las distintas connotaciones del cuerpo y la corporalidad. Ninguna poesía tan apoteósica en su sensualidad, tan enervante en las detalladas enumeraciones que nos sumergen en un torbellino de músculo y piel, de piernas y brazos, rodillas y torsos, dientes y tetillas. Fluidos. Pero también encontramos los cuerpos desnudos vestidos de alma en el poema “Si es que estamos desnudos”, de Congregación del cuerpo único, uno de los más bellos en la poesía amorosa por la síntesis en el nivel del significado, y la innegable resonancia clásica en la expresíon moderna:

Si es que estoy desnudo si es que estás desnuda

Si es que estamos vestidos del alma que nos falta

Mirémonos toquémonos amémonos

Para inventar el nuevo paraíso.

Cuerpos que apenas pesan lo que el tacto

Labios que sólo se abren a beso o balbuceo

Miradas que se mezclan en el fondo hueso

Toda tu desnudez fluyendo entre la mía.

¿Qué hacemos tú y yo juntos sino aunar lo destruido? 

¿Qué hacemos sino el júbilo de una una mañana nueva

en que todo el cansancio se nos trueca en deleite

en conciencia de estar en límites precisos? 

Si es que estamos desnudos morir nacer debemos

Morir y renacer de los propios despojos

Ceniza que retorna en dos tiempos gemelos

De una misma substancia desbordados. 

A diferencia de algunos de los poetas de su generación, Rueda no es el poeta esteticista que rinde culto a la belleza (antes bien se pregunta qué vamos a hacer con ella, “dónde meterla para que no fructifique/ en cuál cloaca ahogarla/ a medianoche/ para que ni la promesa de una estrella/ pueda llevar paz a su carne sufriente”). Tampoco es el metafísico a ultranza, que da la espalda a la experiencia vital en su avidez cósmica o en su búsqueda de un Dios, para él siempre incierto, incomprensible “Dios ausente” en “Criaturas al sol”; “Dios indiferente” en “Cancion inconclusa”; al que se pregunta cómo llamar: Padre o enemigo, en “Vida de Job”, y al que identifica con la Nada en Congregación del cuerpo único. Poeta de la tierra, elemento constituyente en su poesía como la materia engendradora, maternal, principio y fin de la vida humana. Terrenal, aunque no telúrico, Rueda no teme a lo concreto, a lo cotidiano, a lo nimio, a las impurezas, al barro. Como Neruda, y aunque haya marcado con él las diferencias para confesarse más cerca del divino Huidobro -el de las imagenes aladas y los procesos de abstracción-, es en las honduras del yo y en el espacio de la palabra donde se realiza la identificación cósmica. El hombre es parte del universo. Para mirarse y explicarse a sí mismo busca las analogías en los elementos naturales, en soles, lunas, rayos y espacios infinitos, como en los versos de La criatura terrestre; o ve en ellos reflejados las lastimosas limitaciones humana, como en “Criaturas al sol”, de Por los mares de la dama, poema que concluye con unos versos estremecedores, de lacinante humanidad: “Oh Sol/ qué has hecho con la ceniza del hombre?”.

Más que sed metafísica encontramos en Rueda la sed ontológica, a tono con la reafirmación de identidad. Desde los iniciales e impecables sonetos de Las noches, de filiación simbolista, la respuesta a la pregunta ancestral de quién soy, es la afirmación “yo soy” que reencontraremos como procedimiento retórico a lo largo de toda la obra posterior, en un vórtice de dudas y de incertidumbres. Ya vimos el verso inicial: “Urdido soy de noche y de deseo”. Y en Congregación del cuerpo único, el yo que se conforma en relación con los otros, con ese alguien que se busca y es Nadie. “No soy un hombre solo./ Soy un hombre del paìs de Nadie.” Para agregar en “Antítesis”: “Yo que soy yo/ tú que eres tú/ !como nos olvidamos de acordarnos juntos.” La afirmación ontológica es también el tema central del extenso poema “La criatura terrestre”, especie de agnición, indagación en la historia personal, reencuentro con los orígenes y con el pueblo de la infancia, Monte Cristi: centro y motivo persistente en la obra de Rueda, primera ventana hacia el mundo, donde el niño se descubre en su soledad pero también en la soledad del otro, “hombres y mujeres/ diseminados por la tierra, seres/ con su destino en las espaldas, hijos/ de los caminos y de las montañas.” y hacia quienes siente una solidaridad que habrá de crecer en el tiempo y que será expresada en diferentes registros. Son “las criaturas huérfanas,/ la criatura terrestre, verdadera”. Son “los negros milenarios que escupen y cantan y se orinan y retumban”. Son los viejos y los niños, los locos que piden pan. Es Bernardo, el panadero del pueblo, es Sara y es Laura, es el rayano, hombre de la frontera y símbolo de los desventurados y también de nuestra identidad. La criatura terrestre es un poema de sentimientos primordiales, de amor a la tierra, a la naturaleza, y a la palabra, de asombro ante la infinitud de la creación en ese “Niño entre insectos congregados/ y los consejos de la tierra toda/, solo y curioso de su mundo, solo,/ entregándose a flores, bestezuelas,/ catalogando sus fragantes goces, /sus pequeños dolores habituales.” Pero sobre todo es un poema de amor a la madre, figura emblemática de la femenidad, presencia tutelar a lo largo de toda la obra de Rueda, a quien reencontraremos en poemas maravillosos como “Rituales de la madre vieja”, “Cuando llego” y el antológico “Mi madre desde los 9 años”: que hemos repetido tantas veces y cada vez nos conmueve por la ternura que destilan sus versos desnudos: “Mi madre fue un lazo de moaré rosado/ sobre una trenza oscura.”  

La obsesión ontológica se ramifica en Las Metamorfosis de Makandal, se expande, adquiere otros sesgos por el sincretismo absoluto en que se basa y se desarrolla. Makandal es y no es. Es blanco y negro. Es animal y es hombre. Es deidad negra y es mujer.: “Yo el fuerte Makandal/ !Soy Anaísa!” exclama en el paroxismo de las sucesivas transformaciones que lo convierten en ave o en batracio, en mamífero o pez, en galipote o caballo. Makandal es el mito y es el ser antillano, es nuestra identidad que sobrevive, desgarrada por una historia de injusticias, despojos y antagonismos. Makandal es el otro y el nosotros en esta isla escindida, divida en dos: “Yo soy Makandal/ Yo soy uno en extensión de dos./ Yo soy uno replegado en ninguno/ revoloteando en el vuelo de todas/ las muertes y de todas las vidas/ de la especie.” Con su polimorfismo y su identidad dual y abierta, Makandal esclarece la figura del rayano en la poesía de Rueda. El rayano, elemento constitutivo de nuestro ser nacional, “símbolo de las tensiones y distensiones que como pueblo venimos experimentado”, explica en el ensayo “Cinco temas sobre el hombre dominicano”: “identificado con un ideal de unidad que nunca logra materializarse más que en ceremonias religiosas y en el intecambio de las ferias”. Como vemos, esta figura refiere a una presencia concreta: la de ese hombre de la frontera, ser de “dos patrias que no tiene fuerzas para decidirse por ninguna”, y que alguien, en el poema “La canción del rayano”, condenada a estar dividido para siempre, “un brazo aquí y el otro allá./ A mí, el ambidextro/, que hacía arrodillar a un toro mientras acariciaba a una criatura. Y el corazón, ¿en dónde? ¿y dónde esta cabeza bramadora?” Debemos a Rueda, y hay que decir que a nadie más, haber traído a la literatura nacional la conciencia del rayano, y con él la problemática domínico-haitiana, de la isla dividida en la tierra y la memoria como parte de nuestra ontología nacional, contradicción que ha marcado nuestro ser y nuestra historia y que es esencial en la poética de Rueda y en su búsqueda permanente de lo indiviso. Las imagenes más terribles y desgarradas de esta poesía son las que nacen de la pobreza y el desamparo del haitiano en la ya citada “Visiones de la tierra” y en “Visiones y elegías”, de Congregación del cuerpo único; tema que adquiere significaciones existenciales en La metamorfosis de Makandal porque la dualidad no es privativa del rayano. También nosotros hemos sido condenados a la división, también nosotros estamos “en las dos orillas del camino como los jimaguas que entienden la vida aproximando sus mitades al gran sexo andrógino de Dios”. Hombres y mujeres de límites, de fronteras, de confines terrenales y culturales, que no tenemos, como Makandal, la posibilidad de la androginia, de la unidad de los contrarios, del vuelo que se eleva por encima de las limitaciones.

En los relatos incluidos en esta edición, “Papeles de Sara” y “Laura en Sabado” encontramos también esta conciencia de las fronteras, de los estancos que limitan al ser humano y le impiden su liberación. Sara es un ser dividido entre su realidad y sus deseos. Inválida y limitada a los confines de un apartamento, agoniza de subordinación y de la imposibilidad de hacer realidad el milagro de moverse, de girar y elevarse de la tierra como la bailarina de porcelana que lleva su madre a la casa: figurilla frágil que siendo un imposible desata en ella desplazamientos interiores que concluyen en su realización como mujer cuando rompe las ataduras sociales, representadas en la figura materna, y se entrega a Milito, el conserje, el ser inferior que representa al otro y que al unirse a ella la completa como ser humano. De los brazos de Milito, Sara se eleva por encima de las fronteras marcadas por las reglas sociales.

La prostituta de “Laura en sabado” también vive confinada. Ella es también un ser dual, dividido entre la empobrecida y sórdida realidad que le ha tocado vivir y sus sueños de ser una mujer apreciada y digna, con un lugar en la sociedad. Pero Laura no puede atravesar las fronteras de su medio social, un mundo de violencia, de chulos, maricas y proxenetas. Y cuando cree que lo ha logrado es para descubrir que también del otro lado, en el mundo al cual ella aspira llegar, hay fronteras más terribles: la de las miserias humanas que encarnan la pareja de burgueses pervertidos a quienes tiene que ofrecer sus servicios la noche de ese sábado, cuando ella desciende a los infiernos de la degradación para desde allí alzar el vuelo de Makandal por su única fuerza interior.

En sus relatos, como en su poesía, Rueda manifiesta un profundo conocimiento de la condición humana, la que aborda sin ambages. Con valiente crudeza, arrancando máscaras y velos para que queden expuestas a la luz aquellas miserias que queremos ocultar. En sus relatos, como en su poesía, el manejo sabio de la palabra: la Reina de Congregación del cuerpo único, “!Mi poder!” exclama en “La criatura Terrestre”. La palabra en su pluralidad, en su ilimitación extensión, en su capacidad de alumbrar el ser y de transfigurar el mundo, sobre la que reflexiona una y otra vez en sus poesía y con la que aspira a sobrepasar los límites y la preceptiva, revolucionando los modos tradicionales de expresión, tanto en su etapa pluralista como en sus posteriores ejercicios lúdicos y malabarismos lexicales.

En los relatos, como en la poesía, ese estilo que le es tan característico: vital, arrebatado, pero también preciso. Prolijo y sustancial, de suntuosidades que se despliegan en las páginas y de contenciones sorpresivas, de aleaciones y mixturas. El deseo de totalidad opera también en el nivel formal, en la página abierta que se abre a todas los influjos. Así, ningún procedimiento, ninguna asociación, ninguna figura le son ajenas. Las de estirpe popular como los retruécanos, las anáforas, paranomasias, retajilas y concatenaciones. Y también las más ilustres cadenas metáforicas, el hiperbatón y las descripciones, todos manejados con tanta pericia como fruición, potencializando la concentración semántica y el poder de asociación de las palabras.

Quienes amamos y disfrutamos la obra de Rueda como uno de los momentos más altos de nuestra literatura, apreciamos en su inmenso valor este nuevo esfuerzo de la Fundación Corripio, que también debe ser recibido con regocijo por todo el país cultural, tan necesitado del ejemplo de su espíritu crítico y de su entrega y compromiso con el arte y la literatura.

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