María Antonieta bajo el prisma de Stefan Zweig

María Antonieta bajo el prisma de Stefan Zweig

SERGIO SARITA VALDEZ
Es mucho lo que se ha escrito acerca de la esposa de Luis XVI, hija de María Teresa la mujer fuerte de la dinastía de Habsburgo en el siglo XVIII. Se han dicho verdades así como mentiras acompañadas de fabulaciones, unas laudatorias, en tanto que otras condenatorias. De todas, la biografía compuesta por ese artista de la narrativa histórica, Stefan Zweig, ocupa un lugar muy especial entre los serios intentos de plasmar una imagen que se acerque lo más posible al ser de carne y hueso que fue María Antonieta.

Alguien ha sugerido que el hoy está compuesto de mucho ayer y un poquito de ahora, de ahí la importancia que diera Sigmund Freud a los datos amnanésicos de la niñez para comprender al adolescente y a los adultos. Por ello, Zweig presta mucha atención a esos primeros años de su protagonista, describiendo cual crisálida a su joven adolescente de la forma siguiente: “Traviesa, falta de atención, alborotada, de una vivacidad mercurial, a pesar de su gran facilidad de comprensión la pequeña María Antonieta jamás ha mostrado la menor inclinación a ocuparse de ninguna cuestión seria”.

Destila nuestro autor una inclinación interiorista cuando intenta conectar los grandes acontecimientos a un inicio unipersonal. Leamos esta reflexión: “Casi siempre es un destino secreto el que arrastra lo exteriormente visible y público, casi todos los acontecimientos mundiales son reflejo de un acontecimiento interno personal”. De forma parecida llama la atención el valor que Stefan asigna a las imágenes y simbolismos utilizados en las ceremonias; lo notamos cuando acota: “¿Es que no hay entre los arquitectos, decoradores y tapiceros franceses nadie que comprenda que las imágenes representan algo, que las imágenes actúan sobre el sentido y el sentimiento, que causan impresiones, que suscitan presagios?”.

La reina de Francia recibe un poco halagador comentario de parte del narrador: “Sólo cuando la Revolución se alza violenta desde la diminuta escena rococó hasta la grande y trágica de la historia universal, reconoce el inmenso error de haber elegido durante veinte años un papel demasiado pequeño, el de soubrette, actriz secundaria, el de la dama de salón, cuando el destino le había concedido energía y presencia de espíritu para un papel heroico. Este pecado de pensamiento, o más bien de falta de pensamiento, de María Antonieta, que durante casi veinte años sacrifica lo esencial a lo insignificante, el deber al placer, lo grave a lo ligero, Francia al pequeño Versalles, el verdadero mundo a su mundo de juegos. Este pecado histórico es inconcebible”.

Más adelante Stefan continúa su dura crítica de este modo: “María Antonieta nunca supo que alrededor de la ópera de París se extiende una ciudad gigantesca, llena de

pobreza y de malestar, que detrás de los estanques de Trianón, con sus patos chinos y sus bien alimentados cisnes y pavos, detrás de ese pueblo de exposición limpio y adornado, el Hameau, diseñado por los arquitectos de la corte, las auténticas casas campesinas se desploman y los graneros están vacíos, que detrás de las verjas doradas de su parque trabaja, pasa hambre y alimenta esperanzas un pueblo de millones de almas. Quizás sólo ese no saber y no querer saber de toda la tragedia y tristeza del mundo era  lo único que podía dar al rococó su gracia hechicera, su encanto leve y despreocupado; sólo quien no conoce la seriedad del mundo puede jugar de forma tan dichosa. Pero una reina que olvida a su pueblo está apostando una carta muy alta”.

Y más adelante sigue el biógrafo: “Esta ligereza a la hora de entender la vida fue sin duda su pecado desde el punto de vista de la historia, pero fue al mismo tiempo el pecado de toda su generación: precisamente por su total inmersión en el espíritu de su tiempo, María Antonieta se ha convertido en la representante típica del dieciochismo. La más despreocupada de las despreocupadas, la más despilfarradora de las despilfarradoras, la más tiernamente galante y conscientemente coqueta entre las mujeres galantes y coquetas, expresó en su propia persona con claridad documental e inolvidable las costumbres y la forma de vida artística del XVIII”. Cuando su madre se enteró del vicio lúdico de la hija le escribió una misiva que contenía la siguiente advertencia: “El juego es sin duda una de las más peligrosas diversiones, porque atrae malas compañías y perversos rumores. Encadena demasiado por la pasión de ganar, y si se hacen bien las cuentas uno mismo es el loco, porque a la larga, si se juega limpio, no se puede ganar”.

Dice Stefan Zweig que la reina francesa: “coge la corona como un insospechado regalo; aún es demasiado joven para saber que la vida no da nada gratis y todo lo que recibe del destino lleva escrito un precio secreto.

María Antonieta no piensa pagar ese precio.” Ya para el 1780 la situación socio-política de Francia daba señales de insostenibilidad a mediano y largo plazo; sobre ese momento comenta el autor: “Cuando, en tiempos del renacimiento, señores distinguidos quieren librarse de alguien incómodo, se compran por una bolsa llena de oro un puñal seguro, o consiguen veneno. El siglo XVIII, que se ha vuelto filantrópico, se sirve de métodos más refinados.  Ya no se alquilan  puñales contra los adversarios políticos, sino una pluma, ya no se liquida físicamente, sino moralmente a los enemigos; se les mata por medio del ridículo. Justo en torno a 1780 uno puede alquilar las mejores plumas por buen dinero. Y tras estos geniales libelistas esperan otros cien más toscos y vulgares, con las uñas sucias y el estómago vacío, dispuestos en todo momento a escribir cualquier cosa que se exija de ellos, miel o veneno, poemas de boda o libelos, himnos o panfletos, largo o corto, áspero o tierno, político o apolítico, tal como lo pida su señoría.”

El cierre de la biografía se da con broche de oro cuando Zweig sentencia: “Al ser más libres en nuestra concepción de los derechos humanos y morales de una mujer, aunque casualmente también fuera reina, hoy estamos más próximos al camino hacia la sinceridad y tenemos menos miedo a la verdad espiritual, porque ya no creemos, como las generaciones anteriores, que para identificarse con un personaje histórico sea necesario idealizar, sentimentalizar o volver heroico a tout prix su carácter, es decir, ensombrecer rasgos importantes del mismo e intensificar en cambio otros hasta lo trágico. La ley suprema de toda investigación creativa del alma no es idolatrar, sino humanizar; la tarea que se impone no es disculpar con argumentos artificiales, sino explicar”.

¡Mejor final no podía esperarse de un escritor de categoría como Stefan Zweig!

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