María de las Mercedes

María de las Mercedes

Cuando el arcángel Gabriel visitó a María la llamó por su nombre, y le señaló que era mujer distinguida a los ojos de Dios.   

– ¡Bienaventurada eres María, pues hallaste gracia a los ojos del Señor! saludó el santo enviado.

Tal vez por ello la recordamos como mujer de alta gracia. Juan Pablo Duarte y Díez regaló al Presbítero Fernando Arturo de Meriño  Ramírez una medalla con una imagen de la virgen María. La portó siempre consigo, y en las oraciones a Dios se valió del esfuerzo mental de sostenerse en Ella para que Jesús, el hijo, no lo olvidase. Los seres humanos débiles emocionalmente, ansiosos, angustiados, llenos de problemas, no sabemos cómo encontrarnos con Dios. Pecadores, tememos su rechazo. Incumplidores de los mandatos del Creador y del Hijo, acudimos a María.

Y porque somos débiles la hemos bautizado con denominaciones que cobran sentido por el lugar o el instante en que Dios respondió el llamado. Duarte era devoto de aquella María a la que llamamos de la Altagracia al parafrasear la salutación de san Gabriel. José María Cabral y Luna era devoto de la virgen María redenominada de las Mercedes. Don Sócrates Nolasco afirma que nunca acudió a una batalla sino tras implorar que lo asistiese.

En Santomé, en un momento de indecisión de la batalla, recordando las terribles advertencias de Pedro Santana, la invocó. Cuenta la leyenda que contempló una luz fulgurante sobre las ramas de un árbol, que no debía ser sino reflejo del sol entre las hojas. El general Cabral vio en el rejuego de la luz una respuesta a sus súplicas. Y mandó a la carga. Tan increíble y oportuna decisión se contrapuso al galope tendido del Duque de Tiburón abalanzado contra él. En el intento haitiano un soldado dominicano voló la cabeza del comandante haitiano, decidiéndose la suerte para los dominicanos.

Por supuesto, María, aquella pastorcilla galilea no estaba contra los haitianos como tampoco estuvo contra los aborígenes cuatro siglos antes. Estas reacciones humanas se explican en la perseverancia del reclamo que se hace al Creador. Y en la confianza que se tiene de que Él ha respondido. Los discípulos de Jesús intentaron en una ocasión sanar a un poseso. No lo consiguieron. La madre, suplicante, se acercó a nuestro Señor y logró que su hijo fuera curado.

Le preguntaron los discípulos qué habían hecho mal. “Ustedes no tienen fe”, les dijo Jesús. “Si los animase una fe absoluta le pedirían a una montaña que mudase de sitio y la montaña cambiaría de lugar”. El ser humano contacta a su Creador mediante una fe cultivada y ferviente en la oración. Varias veces se lo dijo Jesús a sus discípulos y muchos seres humanos, durante exacerbantes momentos, han podido comprobarlo.

Y porque no tenemos fe recurrimos a la pastorcilla a la que san Gabriel llamó bienaventurada. Suele parecernos menos imponente y, como madre al fin, más proclive a entender nuestras cuitas para presentarlas a su Hijo. Y del mismo modo en que a la madre, conforme el estado de ánimo llamamos madre, mamita, mamá y de otras maneras, hemos clamado a María bajo denominaciones o advocaciones diferentes. En día como éste la proclamamos María de las Mercedes.

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