María Rebeca Castellanos y los tormentos de Nebuhla

María Rebeca Castellanos y los tormentos de Nebuhla

POR PLINIO CHAHÍN
La visión onírica como actualización de un proceso cósmico de un ritual erótico revela un rechazo y una crítica al mundo. La explicación de esta experiencia reside en las escisiones entre el cuerpo y el alma, que a su vez es el resultado de otras escisiones  y de la consiguiente represión del cuerpo. Por ello, la poesía moderna, desde Blake y los románticos como Novalis, ha sido una respuesta a esta represión. En otras palabras, el erotismo es una manera de ver y de vivir en el mundo. Aun si se expresa a través del deseo más extremo o de la más tangible física del cuerpo, siempre es un más allá de sí mismo.

En efecto, no se trata, por mera dialéctica de la contradicción, de oponer el cuerpo al alma, mucho menos de exaltar la pura sexualidad de aquél, sino de redescubrir la imaginación del cuerpo y la plenitud del deseo. Esa imaginación nos regresa a la naturaleza y, por supuesto, al instinto, pero para reencontrar la unidad original: si el cuerpo se despersonaliza no es para promover la promiscuidad, que mata toda pasión, sino para establecer una relación casi cosmológica a través del principio masculino y femenino.

En el libro Sueños de Nebuhla, de María Rebeca Castellanos (1965), escritora dominicana residente en Austin, Texas, la crítica a estos valores se convierte en una visión desacralizante y maldita. La fluidez ceremoniosa del libro tiene otro nombre y la autora no lo elude: el “desgarramiento“, que es el vértigo más lento de la caída. El “desgarramiento”: ¿no sobrecoge hoy esta palabra y hasta nos parece culpable? Posponer la felicidad, relegar el placer, condenar al cuerpo, ¿no ha sido una de las prácticas represivas de la civilización occidental? En María Rebeca Castellanos estas ideas no significan un simple regocijo o una desviación deleitosa del yo; es acuerdo con el universo que es igualmente un desacuerdo con la sociedad establecida y la historia que la (nos) ha regido. Subyace en ella, pues, una conciencia crítica y liberadora, se opone a toda forma de enajenación y de sometimiento, allí donde Nebuhla -sujeto imaginante y central del texto- recorre un universo atormentado de placer, lascivia y gula.

Se trata de una intensidad que nunca se sacia, de una pasión y de un deseo, esotéricamente vital, donde el sujeto de la escritura se siente atraído por lo espiritual, perfilando una nueva mezcla canibalística, una nueva “mixtura”, en el que podemos reconocer con razón la trama narrativa de las grandes pasiones. Por algo María Rebeca Castellanos, escribe algunos versos tan dispares y hasta incompatibles sobre las pasiones,“donde no se sangra/ (pero hay heridos)/ donde su áspid/ intercambia venenos con la hembra que observa con disimulo/….acostumbrado a chupar huesos/ a vivir de los despojos de la calle” (p. 70).

En la “pasividad” existen múltiples modalidades; todo sentimiento, todo afecto, por el mero hecho de “afectar” al yo, es ya una “passio”, un padecer. Atendiendo, precisamente, a esa “pasividad” del afecto, los antiguos tratados sobre las pasiones abarcan bajo ese título todo el ámbito de lo que nosotros denominamos aquí sentimiento. Nosotros no hablamos de pasión en ese sentido, sino que reservamos esa denominación para designar una clase de sentimientos que no pueden explicarse por simple derivación de los sentimientos vitales, ni por la cristalización del inconsciente ni, en general, dentro del horizonte del placer.

Esta pasión que propone Castellanos parecerá sin duda intolerable y aun colinda con la desvergüenza, con la impiedad. No es este su único objetivo: quiere, además, provocar. En tal sentido opera como una terapia doble: nos hace ver la historia narrada como lo que es, un engranaje implacable e intimidador; desenmascara también toda forma de caridad respetada o de esa “mala conciencia” nietzscheana, que muchas veces es la mejor vía para terminar no teniendo ninguna conciencia. Pasividad, acá, es equivalente de lucidez, y de una lucidez que no se alimenta de ilusiones. Una forma de reto, no de lucha.

Al hablar de pasión, pensamos más bien en esas grandes peripecias que constituyen la dramaturgia de la existencia humana, los sueños y las pesadillas de la Maga, de Kinsi Filipo, Karselo y Clodoveo Marco, así como también de Gelia, Alballena, Kose Tibero y los seguidores de Epaminondas. O preferimos invocar a Nebuhla en los laberintos perdidos de las noches. Es evidentísimo que las pasiones así entendidas no son formas más o menos complicadas de esas “pasiones” fundamentalmente a las  que tradicionalmente se le ha dado el nombre de amor, odio, esperanza, temor, audacia; late en ellas una trascendencia que sólo puede proceder de la atracción infinita de lo abyecto. Sólo el poema como objeto verbal es capaz de simbolizar la totalidad de esta búsqueda.

Lo que Castellanos busca—o vive— no es la elementalidad paradisíaca donde la sabiduría sea la inocencia en el sentido de ignorancia. La mueve, por el contrario, el deseo de conocerlo todo, aun los extremos más opuestos, como la vía hacia la “sagesse”: una ética que se vuelva instinto (o al revés), un conocimiento que sea sabiduría, gratuidad, y no el poder de la razón. Este deseo está regido por todo aquello que no ha servido a la historia triunfante y que incluso ésta ha querido destruir: la violencia (el estado natural del hombre), la magia y la alquimia del espíritu, las filosofías y la religiones marginales o heréticas, el erotismo y el placer (por la libido en Biforcia o en el templo de Allatés, donde “bajamos al banquete moviendo las caderas de lado a lado”, p.85).

Erotismo: esta es una de las claves de la poesía de Castellanos; erotismo y no simplemente amor (o Amor, pero en el sentido en que Propercio emplea este vocablo): la exaltación del placer y la energía del cuerpo, el de la mujer y el del universo; transmutación sexual en una inteligencia de los sentidos. El erotismo es clave y, además, el impulso que desencadena los textos más impresionantes de Castellanos; como este pasaje de la página doce, donde el lenguaje adquiere, sin ser suntuoso, la nitidez del esplendor: “Oh vanidosa/ diosa maldita que afeitas/ con estética satisfacción obscena/ las costras nacaradas de mis ojos”.

María Rebeca Castellanos expande su obra hacia el mundo y, no obstante, siempre refluye sobre sí misma. En lo esencial, su lenguaje tiene, o lo prepara, el mismo rapto irracional dionisiaco, así como su visión irradia una energía irreconciliable con lo demoníaco: lo terrible es el ámbito y el símbolo de su poesía. Castellanos es una escritora de la intemperie (“Y yo era el cadáver que soñaba que se debatía entre túmulos frescos y párpados/ un cadáver delicioso”) (p. 40), y de la catarsis por conquistarla, conquistándose también a sí misma (“La angustia me forzó fuera del sueño”) (p.50). Es la escritora que se encara con una vida errante, salvaje y libre; esa vida traduce o no una experiencia personal, pero lo importante es que crea una experiencia esotérica del mundo.

Además, digámoslo desde ahora, aun esa experiencia del mundo no se da nunca en el mero realismo descriptivo, aunque la experiencia de lo negativo en María Rebeca Castellanos sea muy precisa y desafiante. En ella se desarrolla algo infinitamente más complejo y vital: buscar en lo histórico una dimensión de lo abyecto (ese punto de intersección de la redención y la caída ontológica); en el tiempo, una plenitud inagotable; en el hombre mismo, su arquetipo milenario. Por ello, Castellanos hace de lo demoníaco una transformación imaginaria de lo onírico. O mejor dicho: toda epifanía en ella está ligada a una visión profana de lo onírico. Si su poesía se nutre, aparentemente, de un tejido deseante, la verdad es que ese deseo es insaciable: fluidez y caos sin fin.

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