Mariano Eckert “In Memoriam”

Mariano Eckert “In Memoriam”

MARIANNE DE TOLENTINO
Desde los albores del tercer milenio, Mariano Eckert no había vuelto a Santo Domingo, y su última exposición, siendo él ausente, se celebró hace cuatro años, casi en la intimidad, si la comparamos con sus individuales anteriores. Nadie ha olvidado que, cuando se acercaba la Navidad, el artista dejaba su casa, reluciente y refinada, de Silver Spring, en las afueras de Washington, y renovaba su anual cita con el Voluntariado de las Casas Reales, presentando allí una muestra que deleitaba a sus innumerables amigos y a un público prendado de la pintura secular.

Cuando las hojas amarilleaban en los bosques de Maryland, él tenía ya su nueva colección dispuesta para emprender una ruta sin retorno… con decenas de cuadros en lista de espera. ¡Las Pascuas en Santo Domingo, era también una exposición de Mariano!

El Voluntariado dejó de existir, desamparando los espacios de exposición en la Zona Colonial. Los quebrantos afectaron a Mariano Eckert, quien no quiso enfrentar la fatiga de nuevos viajes. La soñada retrospectiva, vislumbrada pero nunca decidida, no tendría lugar. Ya Santo Domingo no albergaría a aquel ciudada no y huésped tan distinguido durante les meses del invierno continental. Un artista afable hasta la exquisitez no vendría más, entregado a la soledad y a los recuerdos.

Personalidad artística.  Mariano Eckert fue un pintor mucho más complejo de lo que sus obras aparentaban. No se limitaba a una técnica perfecta aplicada a los retratos, los paisajes y los bodegones –sobre todo–. Poseía un sello propio en busca de lo absoluto, sino del verismo total, de la idealización del modelo, con algo de pintura sacra –la que practicaba, por cierto, ocasionalmente–. Las flores no se marchitaban, las frutas no se degradaban, los rostros no envejecían o lo hacían tan poco… Ello no correspondía sólo a las preferencias de sus coleccionistas que adoraban esa eternal lozanía, era una profunda convicción: plasmar la belleza como él la concebía, según la definió Charles Baudelaire: “Detesto al movimiento que desplaza las líneas.”

El más neoclásico y manierista de nuestros pintores hubiera podido adoptar y adaptar cualquier estilo, en su calidad de gran conocedor de la academia y de la historia del arte. La modernidad lo tentó… contadas obras demuestran que él sabía simplificar, sintetizar, geometrizar.  No obstante, desde hace muchos años,  Mariano se había comprometido con el esplendor del pasado llevado al presente. Si él visitaba y hasta apreciaba –aunque no siempre– las exposiciones contemporáneas, él rechazaba para sí mismo el arte en proceso, en experimentación, en etapa de cuestionamiento. No le interesaban los hallazgos, sino la confirmación de lo perfectamente armonioso, culminando en la seducción de formas, colores y detalles. Podríamos decir que su pintura fue un homenaje  permanente a los clásicos, acogiendo –cual una concesión– a los románticos y los impresionistas.

A manera de anécdota, recordaremos que, de acuerdo con la moda “revival”, él pintó unos magníficos cuadros hiperrealistas, unas playas de guijarros que cubrían totalmente el lienzo de sus morfologías redondeadas y riquísimos grises. Pero esas obras, entonces contemporáneas y acordes con una cierta actualidad internacional todavía vigente, no encontraron aquí el eco que merecían. Entonces ¿cómo no volver a las composiciones y los conservadores encantos de siempre?.

“Maestro de bodegones”

Indudablemente, Mariano trató una multitud de temas, observación minuciosa de la realidad, pero igualmente escenas alegóricas, imágenes religiosas y homenajes a otros pintores. Sin embargo, fue en el bodegón –una terminología que se discutió a su respecto– donde se distinguió sin par, y a pesar de que, felizmente muy tarde, él aseguró que iba a abandonar el género para dedicarse más al paisaje y a la figura humana, fuentes de inspiración menos triunfantes en su pintura.

Afirmamos que en la producción de Mariano Eckert había los bodegones “ricos” y los bodegones “pobres”. Los primeros, emparentados con los flamencos pluriseculares, ofrecían frutas, vegetales, cristales, porcelana, cestería, aves, fiambre, entre otros manjares y elegancias de la mesa. Se desparramaban generosamente en el espacio, sin temor a la sobrecarga y al barroquismo.

Los bodegones pobres, a menudo un poema visual a la dominicanidad, reducían sus elementos. Rendían tributo al arroz, las habichuelas, la auyama, los aguacates, las viandas. Tenían un “sazón” emocional que faltaba en los bodegones ricos. Y el pan de agua, amasado por un pincel de virtuoso, brindaba un frescor crujiente, sublimándose en simbólo eucarístico, y más cuando lo acompañaba el ambrosía del vino.

El arte del bodegón en Mariano Eckert ciertamente alcanzó niveles insospechados y reales maravillosos.

Cuando se ausenta para siempre un ser querido, la memoria guarda celosamente sus cualidades y los momentos gratos compartidos. Cuando es un artista, esa se magnifica con la obra. Mariano Eckert ha legado cientos de cuadros que perennizan el recuerdo de un gentil hombre excepcional. Nunca será tarde para que pensemos en la retrospectiva que el término de la vida no permitió hacer.

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