MARIEN A. CAPITAN

MARIEN A. CAPITAN

Ayer llegué a casa, pasadas las siete de la noche, y me sorprendí haciendo algo que en los últimos días se ha vuelto habitual en mí: mirando hacia todos lados, revisando con recelo si no pasaba por el lugar ningún motor, perona o carro sospechoso.

Antes solía tener la costumbre de poner el parasol en cuanto apagaba mi carro. Posteriormente, sin demasiada prisa, ponía uno de los dos bastones que tengo, cogía lo que subiría a mi casa y caminaba, tranquila, por la calle que me llevaría al parqueo.

Ahora mis hábitos son otros: pongo los dos bastones (chequeando por los retrovisores y el vidrio frontal si nadie se acerca), recojo todo rápido y, finalmente, pongo el parasol y salgo casi corriendo hasta la puerta de entrada.

A cada paso que doy siento cómo mi corazón se agita. No hay luz, jamás pasea por casa tan temprano en la noche, y la oscuridad se cierne sobre mí como si quiera decirme algo malo. Siento miedo, lo reconozco, algo que no me gusta para nada.

Si veo un motor el miedo se convierte en terror. Eso después de que el sábado en la mañana, haciendo un reportaje por las escuelas, un tíguere intentó robarme los dos guillos que llevaba. Tuve suerte, no los agarró bien, y las cosas no llegaron a más. Sin embargo, aunque no se llevó nada, sucedió algo lamentable: el ladrón robó la inocencia que me quedaba.

Yo andaba por la ciudad sintiéndome segura. No importaba la hora, ni los motivos, cuando estaba en cualquier lugar me sentía protegida, libre de la violencia o los atracos.

Ahora, escuchando diversas historias, sé que la seguridad ciudadana se ha ido por la borda. Estamos jodidos, hay que decirlo, porque para colmo cuando vemos a un policía temblamos más que cuando estamos junto a cualquier desconocido.

Después de ver cómo mataron a Arlene o a Francois, víctimas de dos balas que nunca estuvieron perdidas, es fácil concluir que tienen la mano demasiado suelta y tiran antes de pensar (si es que son capaces de hacerlo, cosa que a veces dudo).

Volviendo al punto anterior, aunque sé que no es saludable llegar casi a la paranoia, tengo que decir que el miedo que siento no es fruto de la casualidad; en este país la delincuencia se ha disparado y, si no hacemos nada para evitarlo, tendremos una sociedad tan copada de violencia que nadie querrá venir por estas tierras.

Muchas son las historias de robos y asaltos que hemos escuchado en los últimos días. ¿Lo peor? Un buen número de ellos están aconteciendo en los parqueos de los supermercados, a cualquier hora y contra cualquiera.

Imagínense qué puede uno sentir cuando sabe que a una señora le cogieron al hijo por la mano y, ante la amenaza de un arma, la invitaron a depositar su compra en el carro de quien le robaba. Todos vieron lo que sucedía y nadie pudo hacer nada.

A un amigo, por tanto historia confirmada, le robaron la jeepeta cuando fue a comprar la leche de su pequeño; andaba con su esposa y su hijo cuando fue encañonado.

Cosas como esta no pueden seguirse repitiendo. ¿Cómo es posible que uno no pueda ir a mortificarse con tranquilidad? Ya de por sí ir al supermercado es un trauma -por los constantes aumentos-, no le aumentemos un ingrediente más.

No aguanto sentir tanto miedo. Me dan ganas de irme, la verdad, porque la crisis y el miedo son un con junto patético. ¡Hasta dónde hemos llegado! Este, antes, era un remanso de paz. Pero ahora, cuando la gente está buscando desesperadamente cómo sobrevivir (a costa de robar a otro, porque siempre será más fácil), se ha convertido en un infierno difícil de soportar.

Cosas que hay que ver, resumirían algunos al tiempo de agregar que esto es sólo una parte de lo que a nuestro amado gobierno le falta por hacer. Nos ha quitado la gasolina, el pan, los caprichos y hasta la posibilidad de disipar. Ahora, para hacerlo todavía peor, nos ha robado la seguridad. Gracias, muchas gracias por todo, señor Presidente. Sé, de verdad que lo sé, que es mucho lo que le queda por hacer. Esperemos que el país le sobreviva (y nosotros con él).

Publicaciones Relacionadas

Más leídas