Marien Capitán – Jimaní, vestigios de una era

Marien Capitán – Jimaní, vestigios de una era

Empezar a escribir estas líneas ha sido francamente difícil. He comenzado, una y otra vez, pero no encuentro las palabras adecuadas para contarles lo que se está viviendo en Jimaní desde la madrugada del lunes pasado.

Quizás, a falta de una fórmula que me permita hilvanar las ideas, lo mejor sería que comience por advertirles que cualquier cosa que les diga quedará corta; hay que estar allí para entender la verdadera dimensión de la tragedia. Vale decir que, además de que era de 215 metros cúbicos por segundo, la avalancha que provocó la crecida del río Soliette venía cargada de lodo, piedras y matorrales.

El río, desmadrado, bajó con furia y con rabia, dicen los que sobrevivieron a ese horror. Algunas familias, aunque todos perdieron, se vieron más afectadas que otras. Los Nova, por ejemplo, quedaron arrasados.

El matrimonio de los maestros Justina y Germán Nova es uno de los casos más dramáticos. Mientras ella perdió a 41 miembros de su familia, él perdió a 22. Ambos están destrozados. Cómo –por más que se lo pregunten– podrán entender que en dos horas se pueda perder a 63 personas con las que compartían regularmente. No será fácil recuperarse de ello. Mucho menos, tal como me contó una joven oriunda del pueblo que reside en la Capital, es ver cómo la naturaleza les ha arrebatado hasta el derecho de enterrar a sus muertos.

Son pocos los que han podido darle cristiana sepultura a los suyos. Los primeros cadáveres, reconocibles, están en lo que un día fue el cementerio (hasta eso quedó destruido). Los demás, a causa de la cantidad y lo difícil del reconocimiento, han sido enterrados en fosas comunes. «No hay nada peor que ver cómo los enterraban como si fueran animales», decían algunos.

Todo lo que suene a Jimaní es ahora grotesco y dantesco. Aunque ya no hay cuerpos inertes en lo quedó de las calles, se ve a un pueblo sobrecogedor. Al entrar, como la zona destruida es precisamente la que servía de recibidor al visitante, uno piensa que llegó a un pueblo fantasma: tan sólo la arena, seca y agrietada, recibe a quien llega.

Un poco más adelante queda la evidencia de lo que pasó: una sabana de tierra árida, salpicada con matorrales y pedruscos de muy buen tamaño, se deja invadir por tres o cuatro casas que están a punto de caer. En el resto del espacio, donde había 210 casas, no hay más que grietas profundas y restos de enseres de las casas. También, como testigos del dolor, algunos árboles. En ellos, aunque parezca mentira, aparecieron algunos sobrevivientes que se abrazaron a sus troncos durante tres o cuatro horas mientras veían cómo sus vecinos se ahogaban o eran arrastrados por la riada.

Uno de los que pudo vivir quedándose asido a un árbol fue Jesner Merisier, un odontólogo haitiano que llegó a Jimaní para intentar trabajar. Con 30 años, perdió a seis familiares y espera que alguien le ayude a montar un consultorio. Pese a su desgracia, agradece que nunca llegó a traer a su mujer y sus hijos, quienes están en Haití.

Historias como éstas se repiten una y otra vez en Jimaní. Las voces, llenas de amargura, se dejan acompañar por la triste expresión de unos rostros que nunca sabrán cuándo dejarán de llorar. Muchos padres pasarán el resto de sus vidas sin poder sonreír. Después de ver cómo el agua les arrebataba a sus hijos de los brazos, es difícil volver a encontrar la paz. Tampoco reirá ese montón de niños –son bastantes, pero aún no los han contado– que quedaron sin familia y están solos en el mundo.

Otros recordarán cómo han surgido usureros que quieren aprovecharse del dolor ajeno. La comunidad, llena de valor, ha tenido que enfrentarse incluso al propio gobernador, quien estuvo a punto de llevarse un furgón en días pasados. El dinero, además, no le está llegando a los afectados.

Amén de que las vacunas se han acabado y en los hospitales de La Descubierta y Barahona no hay ni siquiera guantes para trabajar (todas estas denuncias me las hizo una dirigente adepeísta de la zona), en el lugar se preguntan qué se está haciendo con los fondos recaudados. Muchos, advierten, necesitan ayuda para ser trasladados a Santo Domingo.

Dejando de lado el tema de las donaciones y de las quejas que ellas generan, aún me queda una preocupación: qué sucederá cuando pase la fiebre humanitaria y la sociedad se olvide de Jimaní. Será desastroso, será cruel, porque será el inicio de una nueva era de más dolor y de olvido total. Además, porque allá no quedó prácticamente nada, habrá un desconcierto total.

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