Marien Capitán – Respuesta para un consejo

Marien Capitán – Respuesta para un consejo

Hace poco más de una semana que un buen amigo se acercó para darme un consejo. “No te fanatices”, me dijo con tono paternal. Tras la primera frase, me expresó la preocupación que siente ante lo que digo y escribo. “Estás somatizando la crisis, me increpó, y eso no es bueno”.

A pesar de que reconoció que las cosas están mal, mi consejero me manifestaba que eso no debía condicionar tanto mis palabras. Al hacerlo, indicó, estaba echándome gente en contra. “Tú no eres política y no te gusta la política, me consta”, sostuvo al tiempo de agregar que no tengo ninguna necesidad de granjearme el repudio de una parte de la sociedad.

Cuando terminó de hablar, le di las gracias con toda sinceridad. Como todos, o la mayoría, siempre agradezco de corazón que quienes me rodean se preocupen por mí.

Su inquietud, sin embargo, me obligó a replantearme muchas cosas. Por ejemplo, comencé a pensar en aquella frase de cada quien es libre de tomar o de dejar, de poner en práctica o de olvidar. Yo, lo confieso, lo tomé y lo dejé también.

Mientras entiendo que tiene toda la razón al aconsejarme que no somatice la crisis (tomar los problemas tan en serio acarrea funestas consecuencias), hay una parte que por obligación tengo que obviar: la de pensar en las personas que se pondrán en mi contra.

Sería injusto, para quienes esperan que hable con el corazón y la verdad, que yo comience a filtrar mis opiniones por el simple hecho de que no quiero ganarme enemigos. También, aunque suene fuerte, sería un acto de auténtica cobardía.

Aunque sé que mis opiniones suelen ser muy duras, lo que digo no es más que el reflejo de lo que vivimos la mayoría de los dominicanos (acápite aparte para los funcionarios, que al parecer no tienen problemas), quienes tenemos que intentar extender nuestros sueldos más allá de los límites dignamente establecidos.

No quiere hacer un recuento de las limitaciones que he tenido que imponerme. Las mías son nimias, todavía no caen en el punto de llevarme hasta el desastre total. Hablando en nombre de otras personas, sí tengo que decir la crisis ha hecho que familias enteras dejen de comer carne, olviden lo que es un vaso de leche y, por si fuera poco, tengan que sobrevivir a golpe de víveres vacíos.

Conozco personas que deben trabajar de lunes a lunes para llevar a su casa algo que comer. Sé de familias que mandan a sus hijos a estudiar sobre latas pero, al hacerlo, se sienten felices porque piensan que ellos representan un futuro y una esperanza.

He aprendido, gracias al presidente Mejía, lo que significa no tener un centavo en el bolsillo pero, a pesar de ello, responderle a la gente que estoy bien. He dejado de comprar un calmante, demasiado caro en un momento determinado, y aguantar tranquilamente un dolor de muelas.

Cada quien está cargando su fardo. De eso no hay dudas. Unos dejamos de comprar cada vez más cosas cuando vamos al supermercado. También, como hay que ahorrar, nos limitamos y salimos menos con la esperanza de rendir un poco la gasolina (ay, la gasolina, cuántos dolores de cabeza nos da).

Nuestros recortes no son tan fuertes como los de otros. A pesar de que nuestro nivel se ha reducido en demasía, no hemos llegado al punto de aquellos infelices que recurren a disminuir las raciones de comida que llevan a su casa. De todas formas, aunque no esté tan mal como otros, sé que debo elevar mi voz para defender las injusticias que están sucediendo cada día. No, aún no ha llegado el momento de callar.

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