Mario Arvelo Caamaño – Nadie está a salvo

Mario Arvelo Caamaño – Nadie está a salvo

Temblé de espanto al saber del asesinato de Arlene Pérez mientras sostenía la mano de su novio Juan José Herasme Alfonso, quien en tres minutos de locura sobrevivió una lluvia de balas y un intento de ejecución. Con estos hechos monstruosos la Policía Nacional exhibe de nuevo sus métodos trujillistas-balagueristas y pone a prueba la paciencia de la sociedad dominicana. Los asesinos han sido sometidos a la justicia: ojalá largos años de cautiverio castiguen su abominable crimen. Pero las estructuras que lo permitieron, es decir, la cultura de un organismo represivo creado para sustentar las tiranías mediante la violencia, permanecen invariables. Sólo es cuestión de tiempo para que una tragedia similar ocurra de nuevo.

La proyectada reforma policial, que se debate en un Congreso invertebrado, perpetúa las precariedades de un organismo cuya debilidades institucionales y perversiones operativas le han hecho perder la confianza ciudadana. Hace tiempo que se agotaron las excusas, y la capacidad de aguante del cuerpo social comienza a fatigarse, exigiendo respeto incondicional a los derechos de la persona señalados por la Constitución, así como eficiencia, transparencia, capacidad gerencial, claridad de objetivos, descentralización y desmilitarización de los cuerpos policiales.

He pensado oportuno reproducir algunos párrafos de un artículo que con el mismo título que el presente apareció bajo mi firma en estas páginas hacía casi tres años y medio, en fecha 28 de julio de 2000:

«La delincuencia, según cree todo aquel que no es delincuente, se resuelve con el terror. Parecería que los postulados fascistas de exclusión social han penetrado en la fibra psicológica de buen número de dominicanos. Me refiero a los actos cometidos por delincuentes de menor cuantía y no a los enemigos del pueblo, que desde todas las administraciones han envenenado las relaciones sociopolíticas dominicanas, quebrando las empresas públicas y arruinando el erario. Esos fulleros son reconocidos como dama de alcurnia y grandes señores: sus celdas, es decir, las ergástulas donde deberían pagar sus culpas, están ocupadas por ladronzuelos de tanques de gas, riferos de aguante y sospechosos de lo que sea atrapados en redadas masivas de vagos sin rumbo».

«Alegremente se hacen furiosas defensas de los excesos policiales para justificar las persecuciones desbocadas, los encierros ilegales, las torturas grotescas y los asesinatos salvajes cometidos por los agentes del desorden en su incansable labor de limpieza social, en violación flagrante de la Constitución y las leyes, del Estado de Derecho, de la dignidad humana y de la propia paz social que dicen defender. Cada vez que un sospechoso de estar fuera de la ley cae a balazos se habla de que hubo un «intercambio de disparos», burdo eufemismo que significa homicidio, ejecución o fusilamiento. Los cadáveres de algunos de estos supuestos malhechores resultan haber estado esposados; otros están cosidos a balazos por la espalda»-.

«Tras observar tantos casos de similar factura, comencé a intuir que los agentes policiales tienen orden no sólo de disparar, sino de disparar a matar. De disparar primero y preguntar después. Ahora, estoy seguro. En esta oportunidad le tocó la mala suerte de morir bajo una tormenta de plomo policial a Juan Expedito García Almánzar. Ese señor fue secuestrado por una pandilla de bandoleros y montado junto a su nuera de una yipeta robada, vehículo que se accidentó, siendo el cautivo despedido por una ventana por no haber usado el cinturón de seguridad. Herido por la contundencia de la colisión y mientras se dirigía al encuentro de los uniformados que se acercaban, sintiéndose liberado al haber sido visto por quienes tienen el supuesto mandato de proteger a la ciudadanía, fue recibido con insultos y masacrado a tiros».

«Dada la condición humana, en la cual el libre albedrío es atributo fundamental, es preciso tolerar a quienes en su ignorancia se sienten seguros al ver a los supuestos criminales caer bajo los pistoletazos justificeros de la policía. Este caso, sin embargo, prueba hasta qué extremos de locura y aberración puede llegar un cuerpo castrense cuando actúa con luz verde para disponer de una vida ajena. Juan Expedito -quien recibió siete tiros, incluyendo varios a la cabeza- somos todos. Cualquiera persona pudo haber sido secuestrada por esa banda y haber sido confundida con no de sus miembros. Usted, amable lector, pudo haber estado en el lugar de Juan Expedito. Usted pudo haberse visto, como se vio él, frente a dos agentes policiales. Usted pudo haber comenzado a articular palabras de agradecimiento por haber sido rescatado. Usted pudo haber escuchado a uno de ellos gritar, como narra la nuera del señor García: «¡Mata a ese maldito, a ese desgraciado!». Usted pudo haber puesto ojos de incredulidad mientras las palabras que intentaban deshacer el malentendido trataban de salir de su garganta. Usted pudo haber dejado de vivir, perforando por saetas de plomo. Usted pudo haber quedado inerte en medio de una pileta de sangre caliente y pegajosa».

«En lo adelante, contrario a lo que sugiere la sensatez, cuando vea a un policía acercárseme, así sea para felicitarme por rubricar corajudos artículos, alzaré los brazos al cielo y encomendaré mi alma al Creador. Ojalá que el Señor alcance a escucharme antes de que el retumbar de los balazos ahogue mi plegaria».

Ya lo dije y lo repito: la paciencia se agota.

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